LA HUMILDAD ES SEDE DE LA ESPERANZA CRISTIANA.
Objetivo: dar a conocer la necesidad que tenemos todos de la humildad como virtud, sede de la esperanza cristiana, que nos ayuda crecer como personas y como cristianos y como camino para alcanzar la perfección cristiana en la caridad.
Iluminación. “No os estiméis más de lo debido (…) no seáis altivos, antes bien poneos al nivel de los sencillos. Y no seáis autosuficientes” (Rm 12, 3. 16 )
La humildad bíblica.“Señor
Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, soy un pecador”. La humildad bíblica es primeramente la modestia
que se opone a la vanidad. El modesto, según el libro de los Proverbios, tiene
por norma la prudencia y no se fía de su propio juicio: “No te tengas por
sabio” (Prov 3, 7). El Apóstol Pablo nos dice: “No os estiméis más de lo
debido” “No tengan pretensiones desmedidas, más bien, sean moderados en su
propia estima, cada uno según el grado de fe que Dios le haya asignado” (Rm 12,
3.16).
Otra realidad que se opone a la humildad es la soberbia. Es la actitud de la creatura que se levanta contra su Creador, el tres veces santo. El humilde reconoce que todo lo que tiene lo ha recibido de Dios (1Cor 4, 7), se sabe siervo inútil (Lc 17, 10), no es nada para sí mismo (Gál 6, 3), se sabe pecador (Is 6, 3ss), reconoce su necesidad de Dios (Salmo 63), y se abre a la gracia (St 4, 6), y a los demás también.
La humildad del Hijo de Dios. Jesús es el Mesías humilde anunciado por Zacarías (Zac 9, 9s). La humildad en Jesucristo es donación, entrega, es servicio incondicional a su Padre y los hombres, a sus hermanos. Podemos decir de Él que es el Mesías de los humildes, a los que proclama bienaventurados (Mt 5, 3-4), como el estilo de vida que él propone a los hombres y especialmente a sus discípulos.
Jesús es
modelo de humildad (Mt 11, 29). No
busca su gloria, al contrario se humilla hasta lavar los pies a sus discípulos
(Jn 13, 14ss), y se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz por nuestra
redención (Flp 2, 6ss) para destruir la fuerza del pecado. Él no nos salvó con
discursos o palabras bonitas, sino, y ante todo por medio de su pasión, muerte
y resurrección. Pablo lo afirma diciendo: “Se anonadó”, “Se humilló a sí mismo”
“Se hizo obediente hasta la vergonsoza muerte de cruz” (Flp 2, 6-8).
No así
nosotros. El hombre, nosotros, pareciera que tenemos dos vidas: una
es la verdadera y otra es la imaginaria que está en nuestras opiniones o en la
de la gente. Al soberbio le preocupa mucho el qué dirán. Por eso trabaja hasta
el cansancio para embellecer y conservar su ser imaginario, descuidando su ser
verdadero.
El soberbio si tiene una virtud o mérito se apresura a darlo a conocer, de un modo u otro para enriquecer su ser imaginario. Generalmente vive en las apariencias, se hace pasar por valiente y, veces hasta pasa como un ser desprendido para que se hable bien de él. No acepta la corrección, venga de quien venga. Le arde la cara cuando alguien lo critica, pero en cambio, saborea las alabanzas que recibe. Fácilmente cae en situaciones de rencor, odio, venganza, aún, hacia su familia o amigos que no hacen las cosas como él las quiere. Es un manipulador que busca que los demás le rindan culto.
La gran empresa de llegar a ser
humildes. El hombre es un buscador de perlas preciosas (cfr Mt 5, 45); la
perla preciosa por excelencia es la humildad que solo se puede encontrar si
bajamos y volvemos a bajar hasta el fondo de nuestra existencia y logramos
poner los pies sobre la verdad. El Señor Jesús nos ha dicho a los que hemos
creído en él: “Si se mantienen fieles a
mi palabra, serán realmente discípulos míos, conocerán la verdad y la verdad
los hará libres” (Jn 8, 31-32).
Quien vive en la verdad se hace humilde, de la misma manera que quien vive en
la mentira se hace soberbio.
El ser humilde nos hace ser humanos. Hombre y humildad proceden de la misma raíz: “humus” que significa tierra. El humano ama, perdona, disculpa, reconoce sus defectos y sus cualidades, es realmente un hombre, sin máscaras y sin necesidades artificiales. En nuestro trabajo de buscar la humildad necesitamos un guía que conozca el camino y nos haga llegar a nuestro destino con la fuerza del Espíritu Santo. Nuestra guía será San Pablo, más aún, la Sagrada Escritura. Lo primero que el Apóstol nos hace, es una invitación a la moderación.
No ser altivos ni
autosuficientes. “No os estiméis más de lo debido (…) no seáis altivos,
antes bien poneos al nivel de los sencillos. Y no seáis autosuficientes” (Rm
12, 3. 16). Para San Pablo, la humildad es el camino que hemos de trabajar para
renovar nuestra vida en el Espíritu. Podemos usar nuestra inteligencia y
nuestra voluntad como armas de doble filo. Podemos ser altivos con nuestra
inteligencia y con nuestra voluntad ambicionar los mejores puestos y tareas de
prestigio, de esta manera damos muerte a la esperanza cristiana que nos invita
a ser como Jesús: “mansos y humildes de corazón” (Mt 11, 29). Decimos con el
Apóstol que la presunción de la mente y la ambición de la voluntad son modos
antagónicos a la vida según el Espíritu (Gál 5, 16), y por lo tanto, de toda
auténtica humanización.
Amables, humildes y
veraces. La invitación de la Biblia a ser humildes hunde sus raíces en la
verdad: Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad; y la verdad
nos guía al amor, y éste, nos lleva a la verdad. El humilde es por eso un
hombre real, estable y verdadero porque Dios está con él. El hombre de Dios es
portador del amor, de la verdad y de la vida, por eso puede ser un testigo de
la esperanza (cfr Jn 14, 6). Es capaz de levantar su mirada y ver el rostro de
aquellos que lo interpelan, pero no responde con agresividad a quienes lo
insulten porque la “mansedumbre” llena su corazón. Es capaz de responder con
una bendición a quien blasfeme contra él. La mansedumbre, la verdad y el amor
son las armas de los humildes, de los que esperan en el Señor. Ellos, con el
bien, vencen el mal (Rm 12, 21).
Dios da su Gracia a
los humildes. Mientras que Dios castiga la soberbia: “Derriba del trono a los poderosos y
eleva a los humildes” (Lc 2, 52). El cristiano instruido sabe que
más allá de la arrogancia, todo es mentira, falsedad y apariencia. De manera
que en el hombre todo lo que no sea verdad, es mentira. Por esta razón, Pablo
invita a los cristianos a no hacerse una idea equivocada y exagerada de sí
mismos, sino a valorarse, más bien, de manera justa y sobria; de manera que el
hombre, es sabio, en cuanto es humilde, y, es humilde en cuanto es sabio. Para
el apóstol la humildad es sobriedad y es a la vez sabiduría. Dios da su gracia
a los humildes porque solo el humilde es capaz de reconocer el don de Dios y de
saberse “don” de Dios para sus hermanos.
¿Qué tienes que no
lo hayas recibido? La verdad es que el hombre es limitado, finito, débil y
capaz de equivocarse, y también de vivir en las apariencias. Una frase
lapidaria de Pablo nos dice: ¿Qué tienes
que no lo hayas recibido? ¿Por qué presumes como si no lo hubieras recibido?
(1Cor 4, 7). Sólo hay una cosa que no he recibido de Dios, y que es sólo mía.
¿Cuál será? Esa es mi pecado. Viene de mí, encuentra su fuente en mí o en el
hombre o en el mundo, pero nunca en Dios. En la carta a los Gálatas Pablo nos
dice: “Si alguno piensa que es algo, no
siendo nada, se engaña a sí mismo” (Gál 6, 3). Engañarse a sí mismo, vivir
en el error y estar falto de juicio es pensarse bueno, sabio, educado y
pensarse como aquél que debe estar siempre por encima de los otros.
La virtud de la
humildad se cimenta en la verdad y genera esperanza. El terreno firme en
que pisa el hombre humilde es el sincero y pacífico, reconocimiento de que por
sí sólo es nada, nada puede pensar, nada puede hacer. San Juan pone en la boca
de Jesús éstas palabras: “Sin mí, nada podéis hacer” (cfr Jn 15, 5). Pablo
añade: “Y no presumimos de poder pensar algo por nosotros mismos” (2Cor 3, 5).
El humilde puede decir con la fuerza del Espíritu: “Yo soy aquel que cree que
es algo, y no es nada”. Lo que verdaderamente soy es una “nada soberbia”
(Cantalamesa). Yo soy aquel que no tiene nada que haya recibido, pero que
siempre presume, como si no lo hubiera recibido. Es la situación del hombre
viejo que experimenta en su interior otra ley, otro poder: el poder del pecado:
soberbia, orgullo, vanagloria, presunción, ambición, etc. Somos soberbios y
envidiosos por nuestra culpa y no por la de Dios, debido al mal uso que hemos
hecho de nuestra libertad. Esta libertad es la humildad que es la verdad.
Descubrir esta realidad a la luz de la palabra de Dios es una gracia muy grande
que nos otorga una paz nueva que brota de la esperanza.
No estar por encima
de los demás. “Considerad a los demás como superiores a vosotros mismos”
(Flp 2, 3). Para el Apóstol la humildad es cerrarse al egoísmo, y no encerrarse
en el egoísmo. El hombre que quiere estar por encima de los demás; aquel que
usa de los otros para llenarse de vanagloria, oprime la verdad en la
injusticia, consiguiendo un corazón inflado y endurecido como piedra. No así el
humilde que caminando en la verdad, reconoce su nada y busca a Dios con un
corazón contrito y humillado. Es en ese corazón donde resplandece la verdad y
en el que Dios hace su morada y pone su trono de acuerdo a las palabras del
profeta: “Todo esto es obra de mis manos,
todo es mío”. ¿En qué lugar podré establecer mi morada? ¿Sobre quién voy a
posar la mirada? “¡Sobre el humilde y sobre el que tiene el corazón contrito!”
(Is 66, 1ss).
El corazón contrito
y abatido. El Salmista nos dice: “Un
corazón contrito Tú no lo desprecias” (Sal 51, 19). El corazón contrito es
obra de Dios y de la libertad humana, del hombre que reconoce su nada y su miseria
ante Dios se convierte en un buen candidato para en él que se manifiesta el
poder redentor de Jesucristo. Este corazón contrito y arrepentido hace que el
corazón de Dios se llene de alegría y que puede obtener el favor del Señor
(Eclo 3, 18), y puede a la vez, apropiarse, lleno del gozo del Espíritu de la
alabanza del Señor Jesús a favor de los humildes y de los sencillos a quienes
Dios revela sus secretos y sus maravillas: “Te alabo Padre y bendigo… porque
has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has dado a
conocer a los sencillos” (cfr Mt 1, 25).
En ellos
Dios muestra su predilección. Son los sencillos y humildes de
corazón a quienes el Señor revela los secretos de su sabiduría (Mt 11, 25). Son
a ellos a quienes les da su Espíritu sin medida (Jn 3, 34), por eso, sólo ellos
son capaces de darse y entregarse sin medida en servicio en favor de los menos
favorecidos (Gál 2, 20). El grito de los humildes es: Sí obedeceré, sí amaré y
sí serviré. Sin humildad no hay caridad y, a la inversa, sin caridad no hay
humildad. Las dos virtudes son como las caras de una misma moneda. Una sin la
otra es fingida, es falsa, no es válida. Miremos a Jesús, el Hijo de María, el
hombre humilde que se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz para vencer el
pecado, al mundo y al demonio (Flp 2, 6- 8). La humildad es el arma más
poderosa para vencer a los espíritus del mal que hunden sus raíces en el
corazón del hombre. Digamos con los
profetas: “El Altísimo habita con aquel que es humilde de espíritu y tiene
corazón contrito” (Is 57, 15). El fruto de la humildad es el temor de Dios,
porque sólo los humildes encuentran gracia delante del Señor” (Eclo 3, 18)
La humildad en los cristianos. La
humildad es don de Dios, el Humilde, que en Cristo Jesús nos da su Gracia. En
Dios la humildad es positiva, es: darse, donarse, entregarse por amor a los
hombres. En nosotros, la humildad es negativa, es decir, con la ayuda de la
Gracia, podemos negarnos o renunciar a todo egoísmo, orgullo o soberbia para
poder darnos, donarnos y entregarnos como regalo salido de las manos de Dios a
los demás.
El grito del humilde siempre será: Sí te obedeceré, sí te amaré y sí te serviré Padre; al igual que el Humilde de Nazareth que nos dijo: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su vida” (Mt 11, 29), y a ejemplo de la Madre, la humilde esclava del Señor, tendrá la disponibilidad para hacer la voluntad del Padre, amar a sus semejantes y dar la vida por ellos. Sólo el humilde se deja corregir, por eso, también sólo él sabe amar y servir.
María,
modelo y figura de la Iglesia. María: La Virgen Elegida y llena de
Gracia; la Virgen fiel, La Mujer oyente, la Sierva suplicante, la Madre
oferente; es también: Bendita entre las mujeres y Mujer creyente, primera
Discípula de su Hijo, Sagrario del Espíritu Santo e Hija predilecta del Padre;
es por todo esto, figura y modelo para la Iglesia. En ella la humildad habitaba
como en su propia casa y reinaba desde su propio trono: el corazón inmaculado
de la Humilde esclava del Señor “María es la humilde esclava del Señor”. Ella
como nadie, con la fuerza del Espíritu legó a la Humanidad un Himno al Señor,
su Dios que nos descubre, tanto su alma, como la importancia de ser humildes.
El Papa Francisco
y la humildad. El papa Francisco
dice que, la humildad es la regla de oro del cristiano. Asimismo, el Pontífice en la Misa
celebrada de la Anunciación, ha destacado que Dios "no es un
Dios falso", "un Dios de madera, hecho por los hombres", sino que es un Dios
que "prefiere el camino de la humildad", que es el mismo camino
seguido por Jesús, un camino por el que se humilló hasta la Cruz.
Además, el Papa ha señalado que "la humildad cristiana se eleva a
Dios para que quien es testigo sepa "rebajarse" para
darle espacio a su caridad". En
esta línea, el Pontífice ha indicado que este camino de la humildad es
"opuesto al de los ídolos Fuertes" que se hacen escuchar
y que dicen "Aquí mando yo". No obstante, ha agregado que
"ser humildes no significa ir por la vida con la cabeza bajada, sino
recorrer ese camino que lleva de la humildad a la caridad". Finalmente, el
Papa Francisco dijo que "si no hay humildad, el amor permanece bloqueado y no puede
fluir". La humildad, virtud cardinal del Cristiano.
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