En verdad, en verdad os digo que si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, allí queda, él solo; pero si muere, da mucho
fruto.
Iluminación: El que ama su vida, la perderá; pero el
que odia su vida en este mundo la guardará para una vida eterna. (Jn 12, 25)
Introducción: Si alguno me sirve, que me siga, y
donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le
honrará. (Jn 12, 26)
Cinco enemigos que rompen la comunión con Dios: “Rechazad, por
tanto, malicias y engaños, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias.”
(1 de Pe 2,1) En la segunda carta de Pedro nos exhorta a “huir de la corrupción,”
en la que está implicado los cinco enemigos de la salvación (1, 4b) El Apóstol
o escritor de las cartas de Pedro tiene en su mente las palabras del mismo
Jesús que nos describe el evangelista Marcos: “Decía también: «Lo que realmente contamina al hombre es lo que sale de
él. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas:
fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude,
libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas
perversidades salen de dentro y contaminan al hombre.” (Mc 7, 20- 23)
Podemos afirmar con la Escritura que lo que realmente rompe la comunión con Dios
y con los demás, consigo mismo y con la naturaleza, es el pecado que enferma, divide
deshumaniza, esclaviza y mata. Tal, y como lo describe el Apóstol Pablo: “Verdad es que, cuando erais esclavos del
pecado, erais libres en lo referente a la justicia.” “El salario del pecado es la muerte; pero el
don de Dios es la vida eterna, unidos a Cristo Jesús, Señor nuestro.”(Rm 6,
20. 23)
Lo anterior, el
Apóstol Pablo lo describe diciendo que todos, judíos y gentiles, somos
pecadores:
“Y a vosotros, que estabais muertos en
vuestros delitos y pecados, en los
cuales vivisteis en otro tiempo según el proceder de este mundo, según el
príncipe del imperio del aire, el espíritu que actúa en los rebeldes... entre ellos vivíamos también todos nosotros
en otro tiempo, sujetos a las concupiscencias y apetencias de nuestra
naturaleza humana, y a los malos pensamientos, destinados por naturaleza, como
los demás, a la ira...” Ef 2, 1- 3) Los gentiles pecan porque son
idólatras, los judíos pecan porque infringen la ley de Moisés, quebrantan los
mandamientos de Dios. “—pues no hay diferencia;
todos pecaron y están privados de la gloria de Dios—“ (Rm 3, 23)
¿Quién podrá
salvarse? ¿Puede el hombre salvarse a sí mismo? La respuesta es
del mismo Jesús: “El que ama su vida, la
perderá; pero el que odia su vida en este mundo la guardará para una vida
eterna.” (Jn 12, 25) En el amarse así mismo aceptamos lo que realmente implica: la ambición
de poder para dominar y aplastar a los demás; el entregarle el corazón a las
riquezas, a los placeres sensuales desordenados; llenar nuestra mente, voluntad
y corazón del orgullo, presunción y
vanidad. Lo anterior es la “carga pesada” que oprime y aplasta al hombre
que se va quedando vacía de la “carga que el Señor nos ofrece, la carga del
amor” Dios llama al pecador, lo atrae hacia él con cuerdas de ternura para
sanarlo y liberarlo: «Venid a mí
todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os proporcionaré descanso.
Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi
carga ligera.»
(Mt 11, 28-29) “Ir a Jesús es creer en él” “Es dejarse lavar los pies por él”
(Jn 13, 13) El encuentro con Jesús es liberador, reconciliador, sanador, gozoso
y salvador.
En la enseñanza
del Apóstol Pablo encontramos la Verdad liberadora de nuestras cargas y
ataduras:
“Pero ahora, independientemente de la
ley, se ha manifestado la justicia de Dios de la que hablaron la ley y los
profetas. Se trata de la justicia que Dios, mediante la fe en Jesucristo,
otorga a todos los que creen —pues no hay diferencia; todos pecaron y están
privados de la gloria de Dios” (Rm 3, 21- 22) “Así pues, una vez que hemos
recibido la justificación mediante la fe, estamos en paz con Dios. Y todo
gracias a nuestro Señor Jesucristo” (Rm 5, 1) “el don de Dios es la vida
eterna, unidos a Cristo Jesús, Señor nuestro.” (Rm 6, 23). “Pero Dios, rico en misericordia, movido por el gran amor que nos
tenía, estando muertos a causa de
nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido
salvados—, y con él nos resucitó y nos
hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús. De este modo, puso de manifiesto en los siglos
venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con
nosotros en Cristo Jesús. Pues habéis
sido salvados gratuitamente, mediante la fe. Es decir, que esto no viene de
vosotros, sino que es un don de Dios” (Ef 2, 4- 8)
1.
La justicia de
Dios se ha manifestado a favor de toda la humanidad, la justicia de Dios es
Jesucristo,
el Hijo de Dios y de María, que tomó nuestra condición humana para destruir
nuestro pecado, sacarnos del pozo de la muerte y llevarnos a la Casa del Padre
(cf Flp 2, 6-8; Col 1, 13). El Apóstol lo dice desde su propia experiencia: “En
efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios. Ahora estoy
crucificado con Cristo; yo ya no vivo, pero Cristo vive en mí.” (Gál 2, 19- 20)
“Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor, tal como Cristo os amó y se entregó por nosotros
como oblación y víctima de suave aroma” (Ef 5, 1- 2) “Ahora estoy
crucificado con Cristo” nos recuerda la enseñanza del Apóstol sobre el
Bautismo. “Hemos muerto con Cristo, hemos sido sepultados con él y hemos
resucitado con él. Sabemos así que nuestro hombre viejo fue crucificado con él,
a fin de que fuera destruida nuestra naturaleza transgresora y dejáramos de ser
esclavos del pecado. Pues el que está muerto queda libre del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que
también viviremos con él, (Rm 6, 6- 8).
¿Qué tenemos que
hacer para salvarnos? Pensemos primero en las obras que Dios ha hecho por la
humanidad:
En esto consiste el amor: no en que hayamos amado a Dios, sino en que él nos
amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación, para el perdón de nuestros
pecados. Nosotros amamos porque él nos
amó primero.” (1 de Jn 4, 10. 19) Lo primero es creer que Dios nos ama, a todos
y a cada uno, que nos ha entregado a su Hijo (cf Jn 3, 16) que viene a realizar
la “Obra del Padre entregando su vida por nosotros.” La Redención, la
Justificación y la santificación de los pecadores. El Apóstol Pablo lo afirma
diciendo: “Ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual,
siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza.” La
pobreza de Jesús es la Encarnación, su Pasión y su Muerte (cf Flp 2, 6- 8). Su
riqueza es ser el Hijo de Dios, el Hermano de los hombres y el Servidor de
todos. Nos enriquece con su pobreza:
murió para que nuestros pecados fueran perdonados y resucitó para darnos
Espíritu Santo. (Rm 4, 25)
¿Qué tenemos que
hacer para salvarnos? Jesús nos dice: «El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado; convertíos y creed en la
Buena Nueva.» (Mc 1, 15) Convertirse y creed en el Evangelio es creer en
Jesucristo. La primera predicación del apóstol Pedro tocó los corazones de
muchos hombres que compungidos preguntaban: “Al
oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles:
«¿Qué hemos de hacer, hermanos? »Pedro les contestó: «Convertíos y que cada uno
de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para perdón de
vuestros pecados y para que recibáis el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 37-
38) Fe y conversión; fe y bautismo; fe y caridad; evangelización y
sacramentos. Escuchemos a Benedicto XV1
decirnos: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da
un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva... Y puesto
que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”,
sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro»
(Deus caritas est, 1). La fe constituye la adhesión personal ―que
incluye todas nuestras facultades― a la revelación del amor gratuito y
«apasionado» que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en
Jesucristo. El encuentro con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino
también el entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el
amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y
sentimiento en el acto único del amor. Sin embargo, éste es un proceso que siempre
está en camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado» (ibídem, 17).
De aquí deriva para todos los cristianos y, en particular,
para los «agentes de la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que
suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos,
el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera,
sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad»
(ib., 31a). El cristiano es una
persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor ―«caritas Christi urget nos» (El amor
de Cristo nos apremia) (2 Co 5,14)―,
está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo
de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se
inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz
para atraer a la humanidad al amor de Dios.
El amor de
Dios nos precede, él nos amó por primero, desde entonces el “amor de Cristo nos
apremia” Ahora, con la gracia de Dios y con nuestros esfuerzos podemos
renunciar a todo lo que impide que el reino de Dios crezca en nuestros
corazones, todo aquello que impida nuestra madurez humana y cristiana para
aplicar en nuestras vidas las palabras de Jesús y a ejemplo de él que “amó a
los suyos hasta el extremo” (Jn 13, 1) y nos invita a seguir el ejemplo del
grano de trigo: Morir para dar fruto en abundancia. El camino es el mismo
recorrido por Jesús, el Señor: Negarse a sí mismo para entrar en círculo del
Amor y permanecer en él. (cf Jn 15, 8- 10) Es un morir al pecado para vivir
para Dios y resucitar con Cristo para la vida eterna. En cambio, el que huye de
la resurrección muere para Dios y vive para el pecado.
Publicar un comentario