Jesús nos invita a ampliar nuestra
mirada y ensanchar nuestro corazón.
Invitación. Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que
expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de
impedírselo porque no venía con nosotros.»
La respuesta de Jesús. El Señor aprovecha la oportunidad de corregir la
manera elitista y desconfiada de sus discípulos y hoy de nosotros. “Pero Jesús
dijo: «No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi
nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí.” (Mc 9, 39) Ante la mirada
insegura de los discípulos que los hacía ser egoístas y envidiosos, Jesús les
da una de sus enseñanzas para ser solidarios y aceptar a todos que obran en su
Nombre: “Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros.” (Mc 9, 40)
También nosotros corremos el riesgo de caer en
la tentación de hacer de la Iglesia “una posesión de pocos”[1] y
de adueñarnos del Evangelio de Jesús.
Esta tentación brota, por un lado, de
nuestro afán de posesión y diferenciación. Muchas veces pretendemos encontrar
nuestra identidad distinguiéndonos y alejándonos de los demás. Entramos así en
una dinámica de “nosotros y los otros”. Los que piensan distinto, obran
distinto y hablan distinto no son de los nuestros, no pertenecen al “nosotros”.
Así, al alejarnos de los otros pretendemos afirmarnos a nosotros mismos negando
o relegando a los demás.
Por otro lado, la tentación de
“privatizar” el Evangelio y supervisar la acción del Espíritu Santo,[2] también
tiene su origen en la desconfianza ante los demás y en una falta de sana
humildad. No en vano reza el salmista: «Presérvame (…) del orgullo,
para que no me domine: Entonces seré irreprochable y me veré libre de ese gran
pecado» (Salmo 18,14).
Afán de posesión, elitismo,
desconfianza y orgullo, son actitudes, paganas, mundanas y no evangélicas.
Actitudes que empequeñecen nuestro corazón, nos encierran en nosotros
mismos y no nos permiten reconocer la acción del Espíritu de Jesús, el cual,
como «el viento sopla donde quiere» (Jn 3,8a) y
actúa superando nuestras estructuras y esquemas.
El que no está contra
nosotros, está con nosotros
A lo largo de su Evangelio, Jesús nos
invita a superar desconfianzas, prejuicios y cerrazones para hacernos prójimos
los unos de los otros (cf. Lc 10 29-37), y así descubrir
que «el que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9,40).
En el fondo, se trata de aprender de
Jesús la “mística del vivir juntos”[3],
aprender a vivir “una fraternidad mística, contemplativa, que sabe
mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser
humano”.[4]
Y sabe amar a los otros con reciprocidad como lo dice el Señor Jesús: Ámense
los unos a los otros como yo os he amado (Jn 13, 34)
Al mirar al otro con ojos de hermano
nos descubrimos semejantes y prójimos; descubrimos que llevamos en el corazón
los mismos anhelos y necesidades de amor, comprensión y perdón, la misma sed de
justicia y paz. Y como Iglesia esto nos permite descubrir que muchas de las
luchas cívicas y sociales actuales están en profunda consonancia con la
dignidad humana que el Evangelio de Jesús reconoce a todo hombre y mujer.
“La presencia de Dios acompaña las
búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y
sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad,
la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe
ser fabricada sino descubierta, develada.”[5]
Es el gran desafío que nos propone hoy
Jesús: mirar a los demás con una mirada contemplativa capaz de descubrir al
otro como hermano y así aprender a percibir la presencia y acción del Espíritu
en los anhelos de los demás y en las luchas por una sociedad más justa y
honesta.
Cuando vivimos esta “fraternidad
mística” entonces descubrimos lo que significa pertenecer a Cristo: “cristiano
no es el adepto a un partido confesional, sino el que, mediante su ser
cristiano, se hace realmente hombre”[6];
y nos hacemos realmente hombres, realmente humanos, reconociéndonos como
hermanos, como semejantes, como prójimos. Todos somos iguales en dignidad.
Que María, Madre de la Iglesia
en salida, nos ayude a reconocer a todos los hombres y mujeres como
hermanos nuestros, para que el agua del Espíritu (cf. Mc 9,41),
presente en sus vidas y anhelos, nos sostenga en nuestro peregrinar común hacia
el Reino de Dios. Amén.
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