La fe y las obras.
1.
¿Qué es la fe?
La fe es el don de Dios a los hombres para que podamos
conocer, amar y servir en esta vida Y después
la Gloria eterna. Es el poder de Dios que actúa en los corazones de los fieles.
Es también la vida que Dios nos ha dado, esa vida que está en Cristo y es
Cristo. Podemos decir a la luz de los testigos del Evangelio que la fe
cristiana es donación, entrega, servicio, disponibilidad de servir al Señor en
su Iglesia a favor de los hombres. El origen de la fe es la escucha de la Palabra de Dios (Rom 10, 17)
Santiago en su carta nos dice de manera lapidaria que una fe
sin obras está vacía, y muerta: “Una fe sin obras está muerta”.
Lutero y con él todos sus seguidores a lo largo de los
siglos, se atrevió a gritar al mundo: “La sola fe”, sin las obras; la sola
Palabra sin la Comunidad. Ellos acusaron a la Iglesia de predicar la salvación
por las “obras” sin la fe. Cosa, creo yo que nunca ha sido así; nuestra Madre
la Iglesia nos ha trasmitido la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios y el de
María; Dios y hombre que se pasó la vida haciendo el bien y liberando a los
hombres de la opresión del Diablo (cfr Hech 10, 38),al final de su días, los de
su pueblo lo mataron por medio de gente malvada, pero Dios lo resucitó y lo
sentó a su derecha como Cristo y Señor (cfr Hech 2, 21ss)
2. El corazón de la fe cristiana.
Para la Iglesia, el corazón de nuestra fe es que Cristo murió
por nuestros pecados, resucitó para nuestra justificación (Rom 4, 25) y es
Señor para gloria de Dios Padre (Flp 2, 11). En la carta a los efesios Pablo
nos dejo una especie de himno soteriológico: “a los que estábamos muertos por
los pecados, Dios nos ha dado vida juntamente con Cristo. Con Cristo nos ha
resucitado y nos ha sentado a su derecha; por gracia de Dios hemos sido
salvados… que nadie presuma, la salvación es gracia de Dios que nos ha
destinado a realizar unas obras que Él predispuso desde antes de la creación.
¿De qué obras se trata? La respuesta la encontramos en la misma Escritura: Las
obras de la fe, llamadas también frutos del Espíritu y obras de misericordia”
(Gál 5, 22, Col 3, 12ss)
3. Para la Iglesia la fe es primero.
Digamos con la Iglesia: Nadie se salva sin la fe, pero,
también, nadie se salva sin las obras. ¿Qué viene primero? ¿La fe o las obras?.
Lo primero es la fe… “sólo unidos a mí podéis dar fruto, sin mí nada podéis
hacer”. Tenemos que tener claridad en esto. La fe cristiana es donación,
entrega y servicio en Cristo Jesús. Es la disponibilidad de servir aunque no
nos dejen. Es levantarse y ponerse en camino para ir al encuentro del pobre,
del marginado, del enfermo, del otro… La fe es la disponibilidad de hacer la
voluntad de Dios en cualquier circunstancia de nuestra vida. La cristiana no
camina sola, a su lado están la esperanza y la caridad; una no existe sin la
otra. El conocimiento teológico o doctrinal, las oraciones, los cantos, los
ritos litúrgicos cuando no van acompañados por las “obras de la fe” se desvirtúan
y se vacían de su auténtico contenido.
4. Donde no hay fe.
Digamos con claridad: No hay fe donde hay alcoholismo,
drogadicción, chantaje, fraude, corrupción: No hay fe donde hay soberbia,
avaricia, lujuria… No hay fe donde hay adulterio, cuando se le quita la mujer
al hermano, cuando se le oprime, explota, difama, critica. No hay fe donde hay
mentira, falsedad y engaño. La razón es porque la fe no es una creencia, sino
una vida, es poder, es don de Dios; es respuesta a la Palabra de vida. Si
habías dicho que una fe sin caridad está vacía, lo mismo podemos decir que una
fe sin humildad está muerta.
Con el poder de la fe podemos mover montañas, sembrar árboles
en el mar y caminar sobre las aguas y aún sobre las nubes. ¿Qué significa
sembrar árboles en el mar? Significa cambiar la manera de pensar negativa,
pesimista y derrotista por la manera de pensar de Dios, para llegar a tener los
puntos de vista y los criterios del Señor. Pablo nos invita a “tener la misma
manera de pensar de Cristo Jesús” (Flp 2, 5). Caminar sobre el agua es caminar
en la verdad, practicar la justicia; es decir, hacer el bien y rechazar el mal
(Rom 12, 21)
5. Donde si hay fe.
Hay fe: donde hay confianza en Dios; en donde hay obediencia
y pertenencia al Señor de la Gloria. Una vida que se manifiesta en donación
entrega y servicio a la obra del Reino. ¿por qué no recordar las palabras del
Evangelio de san Mateo? “No todo el que me dice señor, señor, entrará al Reino
de los cielos, sino los que hacen la voluntad de mi Padre (Mt 7, 21). Aquel día
me dirán: “En tu Nombre hicimos, predicamos y expulsamos demonios… no los
conozco, apártense de mí los que obran el mal (Mt 7, 22ss) Hay fe donde se
acepta incondicionalmente la voluntad de Dios.
Siempre he puesto atención en el proceso que nos presenta la
carta a los Efesios: “La unidad en la fe; crecer en el conocimiento de Dios
hasta alcanzar al Hombre perfecto, a la plena madurez de Cristo (Ef 4, 13). Al
mismo que dijo: “Bástele al discípulo ser como su maestro y al criado ser como
su señor”. En la carta a los Gálatas el Apóstol nos dice: “La fe llegada a su
madurez es caridad” (Gál 5,6) La caridad hace referencia a acciones concretas
que hoy día son “llamadas obras de Misericordia”.
6. Hablemos de las obras de la fe.
Las obras de la fe hacen referencia a los frutos que toda
existencia cristiana debe dar en abundancia. Frutos no éxitos. Existen frutos
buenos y frutos malos. Podemos hablar de una vida fecunda o de una existencia
estéril. Del corazón del mismo hombre puede brotar la maldad o la bondad, el
bien o el mal. Jesucristo nos dijo: “Del corazón del hombre salen los malos
deseos que contaminan al hombre” (Mc 7, 14- 23). Por la fe viva nos revestimos de Luz y de las obras del pecado nos revestimos de tinieblas
Gálatas 5, 19-21. Obras de la carne. Enumera 19, pero no son
las únicas.
Gálatas 5, 22-23. Son los frutos del espíritu Santo. Enumera
9 ,pero no son los únicos.
Efesios 5, 9). La verdad, la bondad y la justicia.
Colosenses 3, 5ss. Obras de la carne.
Colosenses 3, 12. La humildad, la sencillez, la compasión el
amor, el perdón…
2 de Pedro 1, 5- 9. La fe, la buena conducta (los buenos
hábitos) la prudencia, la templanza, la fortaleza, la piedad, el amor fraterno
y la caridad.
7. Todo lo anterior podemos sintetizarlo en los cuatro valores esenciales
del Reino.
·
El valor
de la Dignidad humana
Hoy día como en
la sociedad en los tiempos del Señor Jesús lo que las personas más valoran es “el
status social”. Las relaciones sociales son medidas por el prestigio, la
educación, la honra y la riqueza. ¿Cuánto tienes? Cuánto vales. Las personas
son valoradas por el color de la piel, por los trapos que traen encima, por los
títulos que poseen, por el carro que manejan o por el lugar donde viven. Cuando
estos falsos valores rigen las relaciones sociales, hemos de decir que nuestra
sociedad está determinada por las clases sociales: de primera, de segunda, de
tercera y más… Hablemos claro, el mundo no tiene la mirada de Dios.
La dignidad
humana es la perla preciosa que brilla en el rostro de todo ser humano. A la
misma vez, la dignidad humana, como valor evangélico contradice el Valor
mundano de la “status social”. Para Jesús lo más importante es la persona
humana, concreta de carne y hueso. Por eso criticó en especial a los fariseos
por causa del deseo de status: “Les gusta ocupar los primero puestos en las
comidas y los primeros asientos en las sinagogas; que les salude la gente por
la calle y los llame maestros” (Mt 23, 6-7). A sus mismos discípulos los
corrigió por su búsqueda de status. Estaban siempre discutiendo sobre los
primeros lugares y cuál sería el mayor entre ellos (Mt 18, 1). También
competían entre ellos por ocupar los opuestos más honrosos (Mc 10, 35-37).
De acuerdo a la
doctrina del Evangelio, el ser humano redimido por Jesús es una persona valiosa
en sí misma. Vale por lo que es; es un fin en sí mismo. Para el Señor todo
somos iguales en dignidad, en honra, en status y en valor. La interiorización
de este valor es muy importante para la vida espiritual. Podemos decir que es
la base de una verdadera humildad: reconocer que somos débiles y al mismo
tiempo reconocer que todas las cosas buenas que tenemos y somos, son regalo de
Dios.
El Apóstol nos dice: “¿Qué tienes que no lo
hayas recibido? Y sí lo has recibido, ¿Por qué te glorías como si no lo
hubieras recibido?” (1Cor 4, 7). Cuando esta verdad no está en nuestra mente,
todas nuestras capacidades y talentos se pueden convertir en orgullo y
soberbia. Nos creemos superiores y mejores que los demás al edificar una
sociedad piramidal. Como puede ser dañino y vicioso el poseer una falsa
humildad que nos lleve a perder el respeto y el afecto a nosotros mismos.
Nunca debemos de
perder de vista que el respeto por la dignidad de las personas es la base del
amor y de la justicia en las relaciones sociales. Amar a todos es tratar a
todos con igual respeto. Practicar la justicia es estar en lucha contra la
discriminación, la manipulación, la explotación y opresión de los seres
humanos. Luchar contra la injusticia es erradicar toda forma de mentira y fomentar la igualdad y en respeto entre las
personas.
·
El valor
del Compartir
Este valor
evangélico viene a nosotros como interpelación. Cuando Jesús ha entrado en
nuestra existencia, lo primero que deseamos es configurar nuestra vida con él,
para un día llegar a tener sus mismos sentimientos, sus mismas luchas y sus
mismas preocupaciones. Entre otras cosas incluye: el tipo de casa en el que
vivimos, el tipo de comida que comemos, la marca de ropa que usamos, el modelo
de carro que estamos usando, y todos los
otros bienes materiales que utilizamos. El compartir es un valor que ilumina el
dinero y las posesiones que tenemos, sobre todo nuestro modo de usarlos.
En la época de
Jesús los fariseos eran tenidos como amantes del dinero (Lc 16, 14), y la
mayoría de pobres y ricos consideraban los bienes de fortuna como una bendición
de Dios. No dudamos en decir, que el valor mundano por las cuales se luchaba y
se vivía era el ser ricos y el tener un “patrón de vida alto”. Jesús llamó
ricos a los que escogen el dinero en vez de a Dios. Para Jesús el ser rico no
es un pecado, el pecado está en el no compartir como es el caso de Lázaro y el
rico Epulón. Aquellos que escogen el dinero en vez de a Dios, no lo comparten
con los pobres se excluyen a sí mismos del Reino de Dios.
Jesús recomienda
a los que quieren ser sus discípulos: “Vende tus bienes y comparte el dinero
con los pobres” (Mt 6,19-21; Lc 12, 33-34), “Quien no renuncie a sus bienes no
puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33). La renuncia a los bienes es el precio que
se tenía que pagar para ser discípulo de Jesús, o para hacerse cristiano. Así
fue en los primeros días en que los cristianos vendían sus bienes para ponerlos
a los pies de los Apóstoles. (Hech 2, 44-46; 4, 34; 5, 11). El valor evangélico
aquí es el compartir, para asegurar que los pobres sean alimentados, que todos
tengan lo necesario para vivir con dignidad. El compartir es poner en práctica
el Mandamiento Nuevo; es la expresión del amor, de la justicia y de la
compasión, que afecta los bolsillos o la cartera.
Cuando nos
negamos a compartir, estamos poniendo un obstáculo muy grande a la vida
espiritual. Nos hacemos esclavos de nuestros bienes, del confort material y de
nuestro “patrón de vida”. La vida espiritual se refiere sobre todo al estilo de
vida, a “nuestro patrón de vida”. Cuando nuestra vida, no está de acuerdo con
el Evangelio, en vez de cristiana, es mundana, es pagana, es vida de pecado. La
solidaridad con el pobre es el centro de toda espiritualidad bíblica.
·
El valor
de la Solidaridad humana
La raza humana
está dividida en grupos sociales, frente a los cuales, podemos encontrar dos
posturas una de egoísmo, o bien, otra de solidaridad. Naciones, tribus, clanes,
familias, culturas, clases y sectas religiosas, conformaciones sociales que nos
dan un sentimiento de integridad, de
lealtad y solidaridad de grupo. En la época de Jesús los grupos sociales eran
muy fuertes. Y algunos eran rivales de los otros grupos como fue el caso de los
fariseos, saduceos y herodianos. Mientras que al interior de los grupos podía
haber fuertes experiencias de solidaridad al grado de decir: “lo que le hagas
alguno de mi grupo, a mí me lo haces”.
El problema no
son los grupos, sino el egoísmo frente a los otros. Hablamos, no de un egoísmo
individual, sino entre grupos, mucho más serio, peligros y perjudicial. El
valor pecaminoso y mundano es el egoísmo y el exclusivismo de la solidaridad
del grupo. Jesús luchó contra la solidaridad de grupo. Salió de su propio grupo
religioso, social y cultural, para abrazar a toda la raza humana como hermanos
y hermanas, como a parientes y vecinos. Jesús nos enseñó con sus palabras y con
su vida a amar aún a los enemigos, a los que te odian y te hacen el mal” (Lc 6,
27-28). Para Jesús, el valor no es la “solidaridad de grupo”, sino la
“solidaridad de humana”.
No obstante,
nosotros podamos amar mucho a nuestro grupo, la solidaridad humana es mucho más
importante. Cuando rompemos la solidaridad humana o no la valoramos
correctamente, nuestra solidaridad de grupo se torna egoísta y pecaminosa. Como
persona, como cristiano que soy y como sacerdote, mi primera lealtad es con la
familia humana. Todo lo demás es secundario. Jesús se identificó con todos los
seres humanos: “Todo lo que hicieras con el menos de mis hermanos, a mí me lo
harías”. Esto es el amor cristiano, compasión divina, eso es lo que llevó al
buen samaritano hacer lo que hizo con un judío socialmente despreciado. Para
Jesús, todos somos hermanos y hermanas e hijos de Dios.
·
El valor
del Servicio
La cuarta área
de interés es la del poder. La mayoría de nosotros tiene cierto poder y cierta
autoridad. El poder en sí mismo, no es malo; lo malo es hacer de él un fin en
sí mismo, un dios. Cuando el poder y la autoridad se ejercen para dominar y
oprimir a otros, es entonces cuando se convierte en un valor mundano, pagano y
pecaminoso. En todas partes encontramos personas luchando por el poder, usando
y abusando de él, dominando a otras personas y tratando de controlarlas.
En la época de
Jesús el poder y la autoridad fueron generalmente usados para dominar y
oprimir, tanto a los pueblos como a las personas. Él rechazó el poder como un
valor pagano y lo convirtió en un valor evangélico usando el poder y la
autoridad para servir a los otros.
Jesús llamó a
sus discípulos y les dijo: “Los jefes de las naciones las gobiernan como si
fueran sus dueños, y los poderosos las oprimen con su poder. Entre ustedes no
debe ser así. El que quiera ser el más importante entre ustedes, que se haga el
servidor de todos, y el que quiera ser el primero, que se haga el siervo de
todos. Así como el hijo del Hombre, no vino para que lo sirvieran, sino para
servir y dar su vida por los hombres recatados” (Mc 10, 42-45).
Las obras de la fe son llamadas: Armas de luz (Rom 13,11s) o
armadura de Dios (Ef 6, 10s). ¿Las tenemos? ¿Disponemos de ellas? La vida
cristiana es don y es conquista; es don y es lucha. Sin armas no podemos
proteger como tampoco cultivar nuestro corazón para un día saborear los frutos
de “Vida eterna” que han de ser el “fruto de los discípulos” (Jn 15, 8)
El pastor de
Hermas dejó a la Iglesia un camino para llegar a la santidad; un hermoso
itinerario espiritual que no admite invertir los factores. Son siete virtudes
que fundamentan la estructura espiritual del cristiano:
·
La fe. La
virtud de la fe es la fuerza que nos pone de pie (Hech 3, 6). La fe sincera nos
pide “guardar los Mandamientos y escuchar, guardar y cumplir la Palabra de
Dios, es a lo que llamamos la “Obediencia de la fe”. Una fe que se vive, se
celebra y se anuncia para que abarque todas las dimensiones de la vocación
cristiana.
·
La
continencia,
sin la cual no podremos caminar en la fe. Caminar con los pies sobre la tierra,
con dominio propio; dueños de sí mismo, con la capacidad de soportar las
tentaciones y las pruebas de la vida (cfr Mt 7, 21ss).
·
La
sencillez,
hija de la continencia nos enseña a vivir en comunión con Dios, con los demás y
con la naturaleza. Cuando no se posee la sencillez somos personas conflictivas,
violentas y agresivas.
·
La
pureza, hija
de la sencillez nos aporta un corazón puro y limpio, sin malicia; una fe
sincera y una recta intención (1Tim 1, 5). En la primera de las
Bienaventuranzas el Señor nos dice: “Felices los limpios de corazón porque de
ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3ss).
·
La
santidad,
sin la cual nadie verá al Señor. La santidad, hija de la pureza, nos pide
llevar una vida libre del dominio de la carne, para vivir en Cristo, según Dios
o viviendo en el Espíritu (Rm 8, 1-9). Santa es la persona que unida a Cristo,
ama y se dona sin más interés que la gloria de Dios y el bien de los demás.
·
La
ciencia,
entendida, en primer lugar, como conocimiento. Lo que exige profundizar en el
conocimiento de las verdades de la fe o del Misterio de Cristo. En segundo
lugar la ciencia, entendida como sabiduría divina que nos hacer gustar de las
cosas de Dios. Saborear su palabra, gustar de los Sacramentos, de la oración y
del compromiso con los menos favorecidos.
·
El amor,
corona
del proceso. Es la fe llevada a su madurez (Gál 5, 6). Presencia de Dios en el
corazón del creyente que lo capacita para una vida consagrada al Señor que se
gasta en la donación, entrega y servicio por la “causa de Jesús”.
La fe es la
madre de todas y cada una de las virtudes cristianas, y a la vez, cada una, es
madre de la que le sigue. Cada una de estas virtudes son manifestación de un
“alumbramiento permanente”, que nos llevaría a la “configuración con Cristo”
(Fuentes Patrísticas 6 Pág. 121). Quien se olvide del cultivo de las virtudes,
está desnudo, ciego y corto de vista. Se engaña a sí mismo, y no responde al plan
de Dios que quiere hacer de cada cristiano: “alabanza de su Gloria” (Ef 1,
12-14).
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