“Conviértanse
y crean en el Evangelio”
1.
Creer y convertirse.
La conversión para Jesús no es algo triste y doloroso
para vivir quejándonos o suspirando por las cebollas de Egipto, con la mano
puesta en el arado y la mirada hacia atrás. Eso no es la conversión. No es
cambiar de costal, es decir, no es dejar de hacer algo malo porque nos conviene
o por agradarle a la gente. Eso no capacita para el Reino de Dios. El anuncio
gozoso de la Buena Nueva, proclamado por Jesús, es como el preludio de toda
conversión cristiana: Para entrar al
Reino de Dios exige “creer y convertirse” (cf Mc 1, 15).
La conversión predicada por Jesús es Buena Nueva, es
anuncio gozoso y liberador. A quien lo escucha y le cree, Jesús pone en su
corazón la “Esperanza” liberadora que realiza la conversión de mente vida y
corazón. Nosotros creemos que Jesús ha venido a traernos a Dios: “Vengo para
que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). La “Esperanza” que
Jesús pone en nuestros corazones es Dios mismo que ha venido a iniciar en
nosotros un proceso; el proceso de nuestra conversión que tiene como meta la
“La vida íntima con Dios en Cristo Jesús, por la acción del Espíritu Santo”. El
que responde al llamado y a la acción de Dios se convierte en “Testigo de la
esperanza”.
El contenido
fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de San Juan
Bautista; <>. No se puede llegar a Jesús sin el
Bautista; no es posible llegar a Jesús sin responder a la llamada del
Precursor, es decir, sin convertirse a Cristo. No obstante, Jesús asumió el
mensaje de Juan en la síntesis de su propia predicación: “Convertíos y creed en el Evangelio para que entréis en el Reino de
Dios” (Mc 1, 15).
Para Él, la
conversión, no es volver atrás, a la Antigua Alianza, sino, entrar en la Nueva
Alianza, en la época de la Gracia, en la cual la salvación no se debe a las
obras, sino a la bondad de Dios manifestada en Cristo Jesús, Salvador y
Liberador del Hombre.
2.
¿Qué es entonces la conversión para el Señor Jesús?
a.
La conversión es Ir a Jesús.
“Vengan
a mí los que estáis cansados y agobiados, tráiganme su carga” (Mt 11, 28). Lo primero es ir al encuentro de
Jesús. No es que seamos nosotros los que vamos a Jesús, es él, quien nos busca
como Buen Pastor (Lc 15, 4); se nos acerca para indicarnos que andamos
equivocados e invitarnos a volver a la Casa del Padre. El punto de partida de
la conversión es la iniciativa de Dios que nos amó primero (1 Jn 4, 10) A
nosotros nos toca dejarnos encontrar y aceptar el Camino que Él nos propone: El
camino de la conversión que nos lleva al Amor. El encuentro con Cristo es
liberador y gozoso. Nos libera de la carga del pecado y nos da su gracia, su
amor, su paz, su gozo. Hace de nuestro corazón un manantial de “aguas vivas”.
Por el pecado habíamos abandonado la Fuente de aguas vivas, ahora estamos de
regreso, hemos vuelto al Señor, el Agua viva de nuestra Salvación” (Jer 2, 13).
Para el Señor Jesús la conversión es cambiar el yugo de la esclavitud del
pecado por el yugo del amor y caminar con Él; es por lo tanto cambiar de Padre,
de Dueño, de Reino y de Patria (Jn 8, 36ss)
b. La conversión es un Nuevo nacimiento. Volver
a nacer.
“En verdad, en verdad os digo, el que no
nazca del agua y del Espíritu no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 5). No
basta tener ciertas devociones o algunas prácticas religiosas. No se puede
depositar “el vino nuevo en odres viejos”, “a vino nuevo odres nuevos” (cf Mc
2, 22). No basta con ponerle un parche a nuestra vida o ponernos mascarillas
para vernos bien ante los demás. Nos convertiríamos en simples “fachadas”. El
oráculo divino dice: “Hay que nacer de nuevo”. Nacer de Dios, nacer de lo Alto
(Jn 1, 11ss) ¿Cómo podrá ser esto? Escuchando la Buena Nueva para creer en
Jesús y aceptarlo a Jesús como nuestro Salvador, Maestro y Señor de nuestras
vidas. Para nacer de Dios San Pablo nos invita a entrar en la “Muerte y Resurrección
de Cristo”, para nacer de nuevo y vivir una vida digna de Dios en Cristo Jesús
(Rom 6, 10-11). Muriendo al pecado y resucitando con Jesús, para apropiarse de
los frutos de la Redención de Cristo: el perdón y la paz, la resurrección y el
don del Espíritu. Toda nuestra vida debe de ser un continuo parto. Estar
naciendo de Dios nos pide una vida orientada hacia Él.
c. La conversión es hacerse como Niños.
“Yo
os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino
de los Cielos” (Mt 18, 2). En
verdad, puro está el niño de envidia, de odio o de ambición por los primeros
lugares. El niño posee la mayor de las virtudes: la humildad unida a la
sencillez y la transparencia. Aprender de Jesús que es Manso y Humilde de
corazón (Mt 11, 29), es tarea para toda la vida. Si nos faltan estas virtudes
nuestra salvación anda coja también en lo más importante.
Jesús les dijo: «Dejad a los niños y no les impidáis
que vengan a mí, porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos
(Mt. 19, 14). Hacerse como niños para el Señor Jesús es
aceptar la salvación y el reino como don, como regalo, y nunca como algo
merecido o como algo que se puede comprar y vender. Hacerse niño como Él, para
luego hacerse servidor de los hermanos, discípulo misionero del Señor.
d. La conversión es dar la media vuelta
para volver a la Casa del Padre.
El hijo pródigo salió de la Casa del Padre para irse a
un país lejano donde derrochó los bienes de fortuna viviendo como un libertino
(cf Lc 15, 11ss). La conversión es darse
media vuelta para volver a la Fuente del Amor, a Cristo, a la Casa del Padre.
Volver dejando atrás el terreno de los ídolos y rompiendo con situaciones de
injusticia, de fraude, de mentira, de no salvación; situaciones que no son
queridas por Dios. Con la media vuelta comienza el acercamiento a Dios. El
camino de regreso no es fácil porque tenemos mentalidad de esclavos: “Trátame como
uno de tus sirvientes” (Lc 15, 19), y además tenemos mentalidad servil: “Soy un
caso echado a perder, ya no tengo remedio, nada se puede hacer”. “No soy digno
del perdón de Dios”, etc.
El camino de regreso a casa no es fácil, pero está
lleno de experiencias de luz, de verdad que hacen tomar conciencia de pecado,
de necesidad de Dios, de vacío. La mano amorosa de Aquel que nos hace regresar
pone a nuestro paso personas incondicionales que nos van indicando por donde es
que tenemos que ir, que es lo que no debemos hacer y que si es lo que hemos de
hacer: seguir caminando, la fiesta está cerca.
e. La conversión es actuar con
misericordia.
“En
verdad os digo, si vuestra justicia no supera la justicia de los fariseos no
entraréis al Reino de los Cielos” (Mt 5, 20). La conversión es al amor y a la misericordia o no es
conversión: “Misericordia quiero y no sacrificios” nos recuerda el Señor. La
misericordia es amar con el corazón la miseria del otro, del pobre, del
pecador, del próximo, excluyendo de nuestra vida los sentimientos de grandeza,
los juicios despectivos, las actitudes de envidia, de egoísmo y de todo
sentimiento de mezquindad. “Sólo los limpios de corazón pueden llegar a ser
misericordiosos” (cf Mt 5, 7-8), razón por la cual, hemos de pensar que nuestra
conversión, para que sea cristiana, ha de
ser radical, profunda y total,hasta llegar a cambiar de vestido, quitándose en
traje de tinieblas para revestirse con la vestitura de la salvación (Rm 13,
11ss)
La conversión según Jesús, a la luz de la
parábola del Sembrador, puede ser vista como el barbechar del corazón que nos
pide el profeta Jeremías para arrancar la maleza: “Cultivad
el barbecho y no sembréis entre cardos. Circuncidaos para Yahveh y quitad el
prepucio de vuestro corazón” (Jer 4, 3-4). Cultivar el corazón exige arrancar los espinos, la
mala cizaña y derrumbar las murallas que hemos levantado en nuestro interior
impidiendo el sano acercamiento con Dios y con los demás. Convertirse es sacar
fuera la vieja levadura de las pasiones que gobiernan nuestro corazón para
dejar lugar a la nueva levadura de verdad, justicia, libertad y amor como las
nuevas bases que hacen presente el Reino de Dios en nuestra vida.
3.
¿De qué nos hemos de convertir?
La pregunta
podría ser: ¿Qué es lo que hemos de erradicar de nuestro corazón? Todo aquello
que impide que el Reino de Dios crezca en nosotros: la autosuficiencia, la
manipulación, la mediocridad, la tibieza, la superficialidad, la vida mundana,
tan llena de ídolos, los vicios, de la vida según la carne, de las
supersticiones, del espíritu del servilismo y de toda miseria humana. (Ver los
7 pecados capitales).
La conversión cristiana implica pasarse del fariseísmo
a Jesús; de las obras muertas de la carne a Cristo, fuente de vida nueva;
convertirse del reinado de los ídolos al reinado de Jesús; salir de las
tinieblas para ir a la luz; pasar de la esclavitud a la libertad; salir de la
muerte para entrar en la vida; cambiar del padre de toda mentira para ser hijos del Dios vivo y
verdadero. El corazón humano cuando se encuentra bajo la esclavitud del pecado,
es el “Odre viejo”, que para recibir el “Vino Nuevo”, hay que vaciarlo de la
vieja levadura del espíritu de corrupción y de toda aquella negatividad, que
impide que el hombre sea lo que debe ser. Vaciar el “viejo odre” para lavarlo
con el “agua y la sangre” que brotan del
costado de Cristo para luego enjuagarlo en la Misericordia que es derramada en
nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos es dado (Rom 5, 5).
4. ¿Para qué nos hemos de convertir?
El Espíritu Santo saca de nuestros corazones la
mentira y nos lleva a vivir en la verdad, nos hace libres y llena nuestros
corazones de la “vida nueva” para que amemos y para que sirvamos al Señor Nuestro
Dios como hombres y mujeres de verdad (cf 1Tes 1, 9). Convertirse para salir
del conformismo y dejar de ser copia de los demás y títeres de otros. Nuestra
conversión no será cristiana si no nos vaciamos de nosotros mismos para
llenarnos de Cristo. Para orientar nuestra vida hacia Dios; hacia el bien;
hacia el servicio a los demás como servidores de la vida, del amor, de la
verdad. Convertirse para tener la manera de pensar, de mirar de Cristo; poseer
sus virtudes y no engreírse por ellas; tener su manera de amar y servir, sin
buscar el propio interés, sino la gloria de Dios y el bien de los demás.
Reconocemos que la conversión cristiana es un verdadero camino de sanación
interior: de miedos, inseguridades, complejos y de alteraciones de la mente.
5.
¿Qué exige la conversión?
Ciertamente la conversión es ante todo un proceso de
personalización y de humanización: yo renuncio a vivir como todos para tomar
decisiones propias. Ya no me siento justificado por el hecho de que todos hacen
lo mismo que yo. En otras palabras busco otro estilo de vida, una vida nueva. La conversión cuando es verdadera humaniza
y personaliza: nos hace personas. Cuando la fe no se hace cultura, se
asfixia y se muere, es estéril y vacía. Por eso tengamos presente que la
conversión cristiana es una socialización nueva y profunda; se pasa del yo al
nosotros, del mío al nuestro; del individualismo a la Comunidad Fraterna. No
hay duda, la conversión de cualquier hombre hace bien a todos. Cuando el
corazón del hombre cambia, cambian también las estructuras: la familia, la
educación, la política, la religión, etc. La conversión a Jesucristo exige el
cambio radical de la mente y del corazón para ser discípulos y misioneros de
Cristo; para que el mundo tenga vida en Él. Hoy podemos ver la conversión como
“llamada y como respuesta”: “Levántate y sígueme” (Mc 2, 14) “Vayamos al
encuentro de Dios y de los demás”.
¿Adónde vamos? Jesús siempre nos conducirá a la
intimidad con Dios y al encuentro con los hermanos. Sólo se convierte el hombre
quien vive de encuentros interpersonales, con Dios y con los demás… por eso la
conversión es al amor, o no es conversión. Es don y es respuesta.
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