EL AMOR FRATERNO ES LA CASA DEL ESPÍRITU SANTO

 

EL AMOR FRATERNO ES LA CASA DEL ESPÍRITU SANTO

Objetivo: Mostrar la armonía que debe existir entre la fe y las obras para poder tener un crecimiento integral que nos ayude a cultivar los valores del Reino de Dios.

Iluminación. “Siempre que rezamos por ustedes damos gracias a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo porque estamos enterados de su fe en Cristo Jesús y del amor que tienen a todos los consagrados”. (Col 1, 3)

1.    La fe y las obras

Estamos entrando en lo que realmente podemos llamar una respuesta viva a la fe. Lo primero es la fe, luego el amor fraterno, manifestación de las buenas obras. Con esto estamos diciendo que no predicamos una salvación por las obras; somos salvados por la fe de Jesucristo; por su pasión, muerte y resurrección. Pero también, nadie se salva sin las obras; las obras de la fe, de las cuales nos habla el Apóstol en Gálatas 5, 22. Fe y obras, no se puede invertir el orden. Ahora es cuando realmente comienza el caminar en la fe, el imitar a Cristo, que consiste en revestirse de luz, con la armadura de Dios, es decir, “revestirse de Cristo”.

 el Espíritu”, llamados también “obras de la fe”, según San Pablo es el amor. El amor a Dios y el amor al prójimo, el amor a la creación y el amor a sí mismo. Pablo, es nuestra guía en el estudio de esta virtud, nos dice en la carta a los Gálatas que la fe llegada a su madurez es caridad, es amor a los hermanos (cfr Gál 5, 6). El Apóstol Pedro pone el amor fraterno en la lista de virtudes descendientes de la virtud cristiana de la fe, sin el cual, somos ciegos y cortos de vista (cfr 2 Ped 1, 5- 8).

La fe es la “madre” de toda una jerarquía de virtudes que son la garantía de que existe un real y auténtico conocimiento de Dios. Digamos con san Gregorio Magno: no llegamos de las virtudes a la fe, sino de la fe a las virtudes. Urge que pongamos todo nuestro énfasis en esta verdad: sin creer y seguir a Cristo, no hay luz, vida, amor y libertad en nuestros corazones, sino tinieblas, caos, vacío y confusión. La gracia de Dios que hemos recibido como semilla en el Bautismo con la misión de “proteger y cultivar” de acuerdo a las palabras del Génesis (Gn 2, 15),  hace pensar que todos los dones de Dios se nos entregan como “semilla”, y que los hemos de acoger con gratuidad y con responsabilidad.

2.    La salvación es un don de Dios

 “Porque ustedes han sido salvados por la fe, no por mérito propio, sino por la gracia de Dios; y esto no es algo que venga de vosotros, sino que es un don de Dios; y no por las obras, para que nadie se gloríe. Somos obra suya, creados por medio de Cristo Jesús para realizar las buenas acciones que Dios nos había asignado como tarea” (Ef 2, 8- 10). Lo hermoso y más importante es que somos hechura de Dios, con una misión para esta vida: realizar las obras  de Dios. Esas acciones que estamos llamados a realizar son las “buenas obras”, llamadas también “obras de misericordia“. Cuidemos pues, de no tener una “fe muerta” como lo dice Santiago en su carta (2, 14).

3.    Fe y caridad son inseparables

Romanos 1, 16. “No me avergüenzo del Evangelio de Jesucristo, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree, del judío primeramente y también del griego”. Para el Apóstol la fe es creer en Jesucristo, obedecerlo, amarlo y servirlo.

Efesios 1, 15. “Por eso, también yo, al enterarme de la fe que ustedes tienen en el Señor Jesús y el amor que demuestran a todos los consagrados”. Para el Apóstol, fe en el Señor Jesús y conversión son inseparables. Una fe sin conversión, sería negar la resurrección de Jesucristo; sería, vana y estéril.

Colosenses 1, 3. “Siempre que rezamos por ustedes damos gracias a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo porque estamos enterados de su fe en Cristo Jesús y del amor que tienen a todos los consagrados”. Este amor es a los “consagrados”, es decir, al pueblo redimido por Jesucristo, llamado a ser santo en el amor (1Cor 1, 2: Ef 1, 4).

La fe viene de lo que se escucha: la palabra de Cristo que se predica (Rm 10, 17) pero, debe estar siempre actuando en nuestros corazones para que pueda dar frutos de vida eterna (1Ts 2, 13). No es fácil alcanzar la madurez en Cristo, ya que existen muchas deficiencias y debilidades en nosotros, pero, existe también una promesa de parte del Señor: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2Cor 12, 9). La oración de Pablo por quienes creen y aman, es para pedir a Dios los colme de entendimiento, sabiduría, fortaleza… los dones del Espíritu Santo que permitirán llevar una vida santa y digna del Señor. (Ef 1, 17; Col 1, 9ss; Is 1, 11) Sólo en la medida que nos dejemos conducir por las mociones del Espíritu, alcanzaremos una vida santa, firme y fuerte para luchar contra las huestes del Maligno.

 

4.    El culto nuevo, es espiritual y agradable a Dios

Pablo exhorta a sus comunidades a vivir la vida nueva, no de manera pasiva, sino activa; construyendo el Reino de Dios aquí en la tierra y creciendo en el conocimiento del Señor. ¿Cómo crecer? Viviendo como a Dios le agrada, practicando el nuevo culto, espiritual e interno y mediante el ejercicio de la fe en la práctica de las virtudes.

Romanos 12, 1. “Ahora hermanos, por la misericordia de Dios, los invito a ofrecerse como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: éste es el verdadero culto”. ¿Quiénes pueden realizar el culto nuevo que está cimentado en la muerte y resurrección de Cristo? La respuesta es del Espíritu Santo: “Si uno es cristiano, es una creatura nueva. Lo antiguo pasó, ha llegado lo nuevo. Y todo es obra de Dios que nos reconcilió con Él por medio de Cristo” (cfr 2Cor 5, 17). Sólo somos gratos y aceptables a Dios en la medida que estamos en comunión con Cristo, como hombres nuevos, reconciliados en virtud de la sangre del Cordero y liberados para vivir en la voluntad de Dios: realizando el amor mutuo y recíproco entre los hermanos.

El “culto nuevo” sólo lo podremos realizar en la medida que seamos de Cristo, que vivamos en él, con él y para él. Cristo no es una teoría, es una Persona que dice de sí misma: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). “Sin mí nada podéis hacer” (Jn 15, 7). Pablo dice: “ustedes son de Cristo, y, él es nuestra sabiduría, justicia, consagración y redención (1Cor 1, 30).

5.    Amor sin fingimiento

Amar sin fingimiento (Rom 12, 9), es amar de verdad, sin componendas, tal como Cristo lo hizo, buscando sólo la gloria de Dios y el bien de los demás. Amando así, el cristiano se viste  de “luz” y se reviste de Cristo, se llena y se empapa de él y es transformado en él por la acción del Espíritu Santo que llena nuestras vidas: ilumina la mente, fortalece la voluntad y santifica el corazón. El amor sin fingimiento es eficaz, sincero, fiel y veraz:

“Amen con sinceridad: aborrezcan el mal y tengan pasión por el bien. En el amor entre hermanos demuéstrense cariño, estimando a los otros como más dignos. Con celo incansable y fervor de espíritu sirvan al Señor” (Rm 12, 9-11). Amar el bien con pasión es amar lo que Dios ama; amar la virtud que Dios nos propone como camino de conocimiento y de madurez humana.

Fuera toda hipocresía, para que el amor sea sincero, auténtico y eficaz. “Jesús nos enseño que del corazón vienen los malos pensamientos” (Mt 15, 19), y Pablo, haciendo eco de las palabras del Señor nos dice: “El propósito de esta exhortación es suscitar el amor que brota de un corazón limpio, de una fe sincera y de una recta intención” (1Tim 1, 5).

La caridad sólo puede nacer y crecer en  un corazón limpio (1Tim 1, 5), que se ha lavado en la sangre de Cristo , ha recibido el amor de Dios en su corazón (cfr Rm 5, 1-5), y ha renovado su manera de pensar por la acción del Espíritu Santo, para conocer y poner en práctica la voluntad de Dios. “Lo bueno, justo, lo perfecto” (Rm 12, 2-3). Nuevamente a la luz de estos textos decimos: La justificación por la fe, acompañada por las obras es salvación, vida, santidad y respuesta a la acción amorosa de Dios. Fe en Jesucristo y amor a los hermanos (Ef 1, 15): con corazón limpio y renovado amemos con pasión todo lo que sea loable, todo lo que dé gloria a Dios. Hemos de querer el bien, desearlo y anhelarlo, para luego hacerlo sin fingimientos.

La fe de nada serviría sin la caridad interior, aquella que Dios ha derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5). Cuando la caridad no viene del corazón limpio, no es amor sincero, es tan sólo un simulacro del corazón.

6.    Los rostros de la caridad

La caridad interior (del corazón) nos impulsa a la caridad exterior (la de las buenas obras), no puede ni debe haber contradicción entre las dos. Cuando hacemos caridad sin amor, no sirve a quien la hace, pero, si le quita el hambre a quien la recibe. Lo que se trata es de hacerlo bien, sin egoísmos ni hipocresías. Recordemos que el Señor Jesús nos enseñó que la caridad es el fundamento de todo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). Nadie se ama a sí mismo con hipocresía o con fingimiento; amarse a sí mismo sin mentira. Amar al otro es hacerlo “prójimo”, acogiéndolo en el corazón; es darse a él, para que se realice como lo que es persona e hijo de Dios. El amor sincero es reflejo del amor de Dios que nos lleva en su corazón y nos exhorta a cultivar una voluntad firme, férrea y fuerte para amar y darse en servicio a los demás

Según el himno del Amor de la primera carta a los corintios, toda acción apostólica sin caridad está vacía de su auténtico contenido (cfr 1Cor 13, 1- 3). Pablo, testigo, siervo, amigo y apóstol enamorado apasionadamente de su Señor nos dice:

“Que Cristo habite en sus corazones por la fe, que estén arraigados y cimentados en el amor, de modo que logren comprender, junto con todos los consagrados, la anchura, y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, que conozcan el amor de Cristo que supera todo conocimiento. Así serán colmados de la plenitud de Dios” (Ef 3, 17- 19).

En esta palabra de la Escritura está el misterio de la caridad, de la fe y de la esperanza. Cuando Cristo habita en nuestros corazones, estamos en comunión con él, y nuestro corazón es a la vez: “manantial de agua viva”, según el Evangelio de Juan: “Del corazón del que crea en mí, brotaran ríos de agua vida” (Jn 7, 37). Amamos a los hombres con el mismo amor que Dios ama a ellos y nos ama a nosotros. “De la misma manera podemos consolar a los que sufren, dándoles el mismo consuelo que Dios nos ha dado a nosotros” (1Cor 1, 4). Consolamos y amamos con lo que hemos recibido de Dios. Amamos con el amor con el cual somos amados, el Amor de Cristo que se distingue de cualquier otro amor.

El fuego del amor que arde en nosotros, tiene un origen: el encuentro con Cristo en la fe: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y como ardo en deseos de verlo arder” (Lc 12, 49). Cristo ha venido a traernos el “don del Espíritu” (cfr Gál 4,6). Se trata del “Fuego del Espíritu Santo” que quema las impurezas del corazón y separa el metal precioso de la escoria, para que podamos ser canales del amor de Cristo que quiere extenderse a todos los corazones (cfr Jer 15, 19). De su propia experiencia el Profeta saca una enseñanza y la pone a nuestra disposición: cultiven su corazón.

7.     Cultivar el barbecho del corazón

Sentimientos de lujuria, de envidia, de odio, de egoísmo… todo eso y más es la escoria que no me han permitido amar a los pobres, a las mujeres, amar al otro como Cristo los ama. Creo que con la luz del Espíritu he llegado a descubrir que viviendo “en la carne” nunca lo lograré. La experiencia me lleva a apropiarme de las palabras de Jeremías: “Preparen los campos y no siembren cardos. Circuncídense para el Señor, quiten el prepucio de sus corazones” (Jer 4, 3-4). Lo que se “siembra es lo que se cosecha”, es ley, de la vida y es palabra de Dios. El cultivo del corazón pide y exige arrancar, echar fuera y quemar toda planta que el Padre de las luces no haya plantado:

Miremos los campos sin cultivar que se llenan de cardos, maleza y otras malas hierbas. Cuando viene la temporada de lluvia y la época de la siembra, el campesino desmonta su tierra, apila los cardos y los espinos y les prende fuego. Nosotros tenemos que hacer lo mismo con el campo de nuestro corazón, remover el mal y con el fuego del Espíritu destruir todo aquello que no permite el crecimiento del Reino en nuestros corazones “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). La pureza del corazón nos capacita para toda obra buena.

Destruir el pecado, es destruir la enemistad entre nosotros los hombres como entre las naciones y las barreras que nos separan de Dios. Esto solo puede ser posible con la ayuda de la Gracia. “Cuando el Espíritu Santo venga… (Jn 16, 8-13). Dios me da la luz para que yo reconozca mis tinieblas, me lleva a un juicio donde Satanás es echado fuera y me conduce por los caminos de Dios. Separarse de las tinieblas, es salir de la casa del pecado en la cual Satanás es rey y señor, para  entrar al reino de la “Luz”; es cambiar de dueño, de padre y de hogar: ser hombre nuevo, casa de Dios y sacramento de su amor.

8.    Hagamos algunas hogueras

Con algunas de las listas de pecados que nos presenta la Sagrada Escritura, podemos descubrir los que llevamos dentro:

Romanos 1, 29-31. “Hombres… Llenos de toda injusticia: perversidad, codicia, maldad, envidia, homicidios, contiendas, engaños, malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados”.

Efesios  4, 25-5, 5. “Por lo tanto eliminen toda mentira; Si se enojan no pequen, fuera la ira; El que robaba no robe más; no salga de sus bocas ninguna palabra ofensiva; no entristezcan al Espíritu Santo; Eviten toda amargura, pasión, enojo, gritos, insultos y cualquier tipo de maldad. Fuera la inmoralidad sexual, y cualquier forma de impureza y codicia; obscenidades, de las estupideces y groserías”.

Colosenses 3, 5-9. “Por tanto hagan morir en ustedes todo lo terrenal: inmoralidad sexual, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos, la avaricia; enojos, maldad, insultos y palabras indecentes”.

2 Timoteo 3, 1-5. En presente que en los últimos días sobre vendrán momentos difíciles, los hombres serán: egoístas, avaros, fanfarrones, rebeldes, ingratos, irreligiosos, desnaturalizados, implacables, calumniadores, disolutos, despiadados, enemigos del bien, traidores, temerarios, infatuados, amantes de los placeres, impíos y enemigos de la religión.

“…Los cuales aunque conocedores del veredicto de Dios que declara dignos de muerte a los que tales cosas practican, no solamente practican, sino que aprueban a los que las cometen” (Rm 1, 32). Busquemos el encuentro con Cristo, lavemos nuestros corazones en la fuente de su Misericordia, pidamos perdón por nuestros pecados y comencemos a comer de los frutos del Espíritu que son frutos del Árbol de la vida”.

9.    El camino que nos lleva al amor fraterno

… Ser amables, generosos, serviciales con todos, especialmente con los de casa, la familia, la comunidad… también con los extraños y enemigos… Busquemos la guía que nos presenta la Sagrada Escritura: “Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándonos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo” (Ef 4, 32).

“Revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego, y judío, circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos” (Col 3, 10, 11).

“Revestíos pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, mansedumbre, paciencia, soportándoos mutuamente unos a otros, y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro…Y sean agradecidos” (Col 3, 12- 15).

 “Alégrense en la esperanza… solidarios con los consagrados en sus necesidades… Bendigan a los que los persigan… Alégrense con los que están alegres… Vivan en armonía… No busquen grandezas. A nadie devuelvan mal por mal… No hagan justicia por ustedes mismos. No te dejes vencer por el mal, por el contrario vence al mal haciendo el bien” (Rom 12, 12-21).

“Comprendan al que es débil en la fe sin discutir sus razonamientos. Uno tiene fe y come de todo; otro es débil, y come verduras” (Rom 14, 1).

 “Dejemos de juzgarnos mutuamente. Procuren más bien no provocar el tropiezo o la caída del hermano”. Busquemos lo que fomenta la paz mutua (Rom 14, 13. 19).

 “Nosotros los fuertes, tenemos que cargar con las flaquezas de los débiles y no buscar nuestra satisfacción. Que cada uno trate de agradar a su prójimo para el bien y la edificación común (Rom 15, 1-2).

 “El Dios de la paciencia y del consuelo les conceda tener los mismos sentimientos los unos para con los otros los sentimientos de Cristo Jesús, de modo, que con un solo corazón y una sola voz, glorifiquen a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15, 5).

Terminamos nuestra reflexión haciendo referencia a la “Regla de oro” del cristiano: “Traten a los demás como quieren que los demás los traten. En esto consiste la ley y los profetas” (Mt 7, 12).

Oración. Señor Jesús concédenos el amor a tu Palabra y la capacidad para ponerla en práctica, y podamos, así, revestirnos de tu amor, amando a nuestros hermanos, a quienes Tú amas incondicionalmente. Por lo que hagas en nosotros, te damos gracias y te bendecimos. Te pedimos con humildad y sencillez que seamos capaces de amar la bondad, la castidad, la pureza y toda virtud que sea expresión de tu voluntad y manifestación de tu gracia.

 

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