LAS TENTACIONES DE JESÚS EL SEÑOR Y SU POBREZA.

 

LAS TENTACIONES DE JESÚS EL SEÑOR Y SU POBREZA.

Tres son las tentaciones del Señor, Jesús que bien podemos reducir a una sola: abandonar el Mesianismo según Dios para convertirlo en un mesianismo popular. Tentaciones que le fueron presentadas a lo largo de toda su vida, hasta el mismo momento de la Cruz.

1)                  Las Tentaciones de Jesús. En primer lugar, hay que señalar que Jesucristo fue un ser humano como nosotros y, por lo mismo, sufrió tentaciones durante toda su vida al igual que todos nosotros, los seres humanos. Lo malo no es tener tentaciones, lo malo es que caigamos en ellas y todavía peor es que no logremos levantarnos de nuestras caídas. Podríamos decir que todas las tentaciones, cualesquiera que éstas sean, se reducen a tres clases: la tentación del placer, la tentación del tener y la tentación del poder. Jesucristo sufre estas tres clases de tentaciones.

“Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto. Allí estuvo durante cuarenta días, y fue tentado por el diablo. Como no comió nada en aquellos días, al cabo de ellos sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan.»  Jesús le respondió: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre.» El diablo lo llevó luego a una altura, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque me la han entregado a mí y yo se la doy a quien quiero. Así que, si me adoras, toda será tuya.» Jesús le respondió: «Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto.» Lo llevó después a Jerusalén, lo puso sobre el alero del Templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para que te guarden. Y: En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna.» Jesús le respondió: «Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios.»  Acabadas las tentaciones, el diablo se alejó de él hasta el tiempo propicio” (Lc 4, 1-13).

1)    La tentación del placer. Acabamos de leer en el Evangelio de Lucas cómo el diablo le pone la tentación del placer ante el ayuno al que Cristo se había sometido, diciéndole: “Si eres el Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan.” “No sólo de pan vive el hombre”, le responde Jesús. Ante todo, debemos aclarar que el placer en sí no es malo. No hay que tenerle miedo al placer. Nosotros disfrutamos de un bonito atardecer, de una sabrosa comida, de una buena amistad, las parejas de novios disfrutan de  su compañía, los esposos se disfrutan en la intimidad.

 

A Jesucristo le gustaba disfrutar de las fiestas de su pueblo, le gustaba estar en medio de la algarabía de los niños, disfrutaba de la compañía de sus discípulos, etc. No vayamos a perder el sentido del placer, de ninguna manera vayan a caer en el puritanismo, como es tan frecuente en algunas sectas protestantes. Son tan puritanas y fundamentalistas algunas de ellas que a sus súbditos los inhiben  y los sustraen de la vida. Así ha sucedido con algunas personas muy religiosas que llevan una vida muy acartonada, muy formalista y con poca naturalidad.

 

Así pues, como les decía, no es malo el placer, lo malo es que no tengamos sabiduría para disfrutar de él y nos volvamos sus esclavos, de tal manera que el placer arruine nuestra vida y la vida de los demás. Cuando, como se dice coloquialmente, nos tiramos a los placeres de la vida, nos dejamos ir por nuestros instintos, nos encerramos en nuestro egoísmo, simplemente nos deshumanizamos y deshumanizamos a los demás. Perdemos el sentido de la vida, el dominio de nosotros mismos, no somos capaces de sacrificarnos por los demás y poco a poco perdemos la alegría de vivir. El Apóstol San Pablo dice que tales personas tienen como su Dios a su propio vientre. (Flp 4, 19).

 

Jesucristo disfrutó indudablemente del placer, lo veían disfrutar, tanto que hasta algunos escandalizados que no pueden ver a nadie feliz, lo llegaron a tachar de glotón y bebedor. Jesús disfrutaba del placer, pero nunca se hizo esclavo de él, porque él era un místico y un asceta. Un místico porque sabía cuál era el sentido de su vida y a quién se la tenía entregada, y un asceta por su disposición al sacrificio, de tal manera que atendía a las necesidades de la gente en cualquier momento, se privaba del descanso por atender a su pueblo que estaba como ovejas sin pastor, buscaba irse al monte para orar y estar con los suyos. Todo esto indudablemente que lo fue preparando para el máximo sacrificio de la cruz.

 

2)      La tentación del tener. La otra tentación que tuvo Jesús fue la tentación del tener, cuando el demonio le hace “ver todos los reinos de la tierra” y le dice: “Todo será tuyo, si te arrodillas y me adoras.” A esto Jesús le respondió: “Está escrito. Adorarás al Señor tu Dios, y a él sólo servirás.”

Tampoco es malo tener, ni siquiera es malo buscar la buena vida. A fin de cuentas Dios nos ha dado los bienes de la tierra y nuestra inteligencia para aprovecharlos a nuestro favor. No es malo procurar bienes, lo malo es cuando nos gana la codicia y nos obsesionamos por la posesión de dichos bienes. El que tiene dinero quiere más dinero, el que tiene tierras quiere tener más y entonces nos volvemos unos insaciables acaparadores. En esos momentos comenzamos a ahogarnos en las cosas. Queremos agarrar y agarrar cosas, de tal manera que ya tenemos tan ocupadas las manos y el alma con las posesiones que ya no podemos manejar nuestra vida ni tenemos tiempo para la amistad, ni para la comunidad, ni para las personas,  ni para nadie. Nos hemos empobrecido y vuelto miserables con tanta riqueza. Echamos a perder nuestra vida.

 

Jesús fue pobre. El centro de la persona de Jesús, su corazón,  está totalmente ocupado por su Padre Dios y su Reino. No hay cabida para más. El demonio quería arrancar del corazón de Cristo esa opción tan profunda y tan fundamental por la que Jesús se desvive. Simplemente no lo logra. Jesús usa de los bienes de la tierra sin aferrarse a ellos. Los usa tanto cuanto le sirven para la causa del Reino. Por ello, tenían una bolsa común, manejada por Judas Iscariote. Por ello, Jesús puede bendecir a los pobres y maldecir a los ricos que están impedidos por su codicia para compartir; por ello, puede decir que el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza. Jesús se hizo pobre por el Reino de Dios, al igual que se hizo célibe por la misma causa.

 

3)    La tentación del poder. Finalmente, la tercera tentación de Cristo fue la tentación del poder, cuando el diablo puso a Jesús “en la parte más alta del templo y le dijo: “Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde aquí, porque está escrito: los ángeles del Señor tienen órdenes de cuidarte y de sostenerte en sus manos, para que tus pies no tropiecen con las piedras. Pero Jesús le respondió: “No tentarás al Señor, tu Dios.”

 

El poder tampoco es malo. Se puede tener poder político, social, familiar, económico, religioso y hasta militar. El problema está cuando ese poder lo usa uno para sus propios fines, para servirse de él y no para el servicio de los demás. El poder siempre, cuando es usado correctamente se manifiesta en el “Servicio” a los demás, especialmente a los menos favorecidos. Jesús, pues, se somete y vive la economía de la gracia de Dios. No es una economía de compra-venta, ni es una economía que busca la productividad, la rentabilidad, la eficiencia ni la competitividad. “Jesús, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (Cfr. II Cor. 8,9)

 

Jesús fue obediente a su Padre Dios. Jesús tenía un gran poder consigo, el mismo poder de Dios, y el demonio quería que lo usara para su propio interés haciendo alarde de él. Todo lo contrario que le había encomendado nuestro Padre Dios. La Obediencia de Cristo Jesús, fue primero a sí mismo, a sus propias convicciones y a sus propios principios. Para luego pasar a la actitud de obediencia a nuestro Padre Dios como Hijo que sufriendo aprendía a obedecer “Cristo, en los días de su carne, habiendo ofrecido oraciones y súplicas con gran clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente; y aunque era Hijo, aprendió obediencia por lo que padeció; y habiendo sido hecho perfecto, vino a ser fuente de eterna salvación para todos los que le obedecen, siendo constituido por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hb 5, 7- 10)

 

La Obediencia de Cristo, la describe de una manera magistral el himno de la Carta a los Filipenses, en el cual nos dice que Cristo siendo de condición divina no hizo alarde de ser Dios sino que se humilló haciéndose siervo y obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (Flp 2, 7-8). El alimento de Cristo consistía precisamente en hacer la voluntad de su Padre Dios (Cfr. Jn. 4,34; 5,30; 6,38; 15,10; etc.).Jesús sabe que sólo partiendo de los esclavos se puede construir fraternidad. En la medida en que sirvamos a los pobres y vivamos como hermanos, especialmente con los más pequeños y necesitados y siguiendo el mandamiento del amor, estaremos construyendo el Reino de Dios en esta tierra.

 

La gracia de Dios se ha manifestado en  Cristo. Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros...». Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió en medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se desnudó, se "vació", para ser en todo semejante a nosotros (cfr. Flp 2, 7; Heb 4, 15). ¡Qué gran misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama. La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del amado. El amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las distancias. Y Dios hizo esto con nosotros. Jesús, en efecto, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22).

 

Jesús se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino -dice san Pablo- «...para enriqueceros con su pobreza». No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para causar sensación. Al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de quien da parte de lo que para él es superfluo con aparente piedad filantrópica. ¡El amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia, conversión; lo hace para estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que fuimos liberados no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce bien la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3, 8), «heredero de todo» (Heb 1, 2).

 

¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían abandonado medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss). Lo que nos da verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor lleno de compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros.

 

La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre. Cuando Jesús nos invita a tomar su "yugo llevadero", nos invita a enriquecernos con esta "rica pobreza" y "pobre riqueza" suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito (cfr Rom 8, 29).


Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy); podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo.


El Camino de la pobreza… Podríamos pensar que este "camino" de la pobreza fue el de Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.


A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la miseria moral y la miseria espiritual. (El Papa Francisco)

 

La miseria material. La miseria material es la que habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona humana: privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural.

 

Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio, su diakonia, para responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad. En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.

 

La miseria moral. No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros -a menudo joven- tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a vivir esta miseria por condiciones sociales injustas, por falta de un trabajo, lo cual les priva de la dignidad que da llevar el pan a casa, por falta de igualdad respecto de los derechos a la educación y la salud. En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente.

 

La miseria espiritual, La miseria moral, que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera.

 

El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana. (El Papa Francisco mensaje de Cuaresma del año 2020)

 

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