2. QUÉ ES LA LIBERTAD INTERIOR?

 

 

1.    ¿Qué es la libertad interior?

Es la libertad del corazón. Es la fuerza para salir de sí mismo para ir al encuentro del pobre o de cualquier persona en su situación concreta para amarlo o servirlo desinteresadamente. El hombre es libre cuando hace las cosas con amor y alegría de manera espontanea, sin tantos pujidos y sin tantos esfuerzos. La libertad interior nos hace ser desprendidos, solidarios, humildes y puros de corazón; compasivos y misericordiosos con la disponibilidad para amar a Dios y al prójimo; con la capacidad de servir a los demás y la capacidad de morir al egoísmo. Existen tres condiciones para alcanzar la hermosa libertad interior: La pobreza espiritual, la absoluta dependencia de Dios y la confianza total en la Misericordia del Padre. El hombre libre, el maduro, aquel que encuentra en Dios su apoyo, sale de sí mismo, para donarse y entregarse al servicio de Dios y de sus hermanos, con la alegría de corresponder con amor al amor.

 

2.    Jesús, el hombre libre, sede de toda libertad

 Un modelo y ejemplo lo tenemos en Jesús que todo lo que hizo, lo hizo por compasión y sin compasión no hizo nada. En su trato con mujeres enfermas, marginadas y oprimidas (Mc 1, 29s; Mc 4, 21s; Lc 7,24s; Jn 8, 1ss). Se dejó amar y amó a los más desposeídos de la sociedad: pobres, leprosos, ricos y poderosos (Mc 1, 40s; Mc 6,35s; Lc 19s). Su Mandamiento es: “Denle ustedes de comer” (Mc 6, 37).

 

Compartir el pan, es compartir, no sólo lo material, sino todo aquello que hace referencia a la realización humana: valores, desde los creativos, hasta los intelectuales y morales. Es dar el tiempo para ayudarlos a liberarse de los obstáculos que impidan su realización y prestarles los medios que necesitan para ponerse de pie y caminar con dignidad. Esto nos pide ser portadores de una buena porción de libertad, solidaridad, compasión, generosidad y amor a todos, especialmente, a los menos favorecidos. Jesucristo no salvó al mundo con palabras bonitas, sino con su donación, entrega y servicio, hasta las últimas consecuencias: la entrega de su vida en la cruz. Jesús es el hombre libre por antonomasia por su sacrificio en la cruz hizo decir a san Pablo: Para ser libres nos liberó Cristo (Gál 5, 1).

 

3.    ¿Qué significa ser hombre?

Si el Señor Jesús nos amó hasta la muerte, surge una pregunta: ¿Qué significa ser hombre? El hombre es un “alguien”, no es una cosa. Un alguien amado por Dios y pensado por él desde antes de la creación del mundo. (Ef 1, 4). Dios ama al hombre incondicional e incansablemente, por lo que es y no por lo que hace. Su grandeza está en “Ser imagen y semejanza de su Creador” (Gn 1, 26). A la luz de lo anterior decimos que ser hombre significa:

 

·       Tener libertad para elegir en lugar de hacer lo que nos dicta nuestro instinto. El hombre puede elegir entre hacer el bien y elegir en hacer el mal, de lo que él elija, es responsable (Dt 30, 15).

·       Saber que algunas elecciones son buenas y otras son malas y que tenemos la obligación de conocer la diferencia (Dt 30, 19). Saber distinguir entre lo bueno y malo.

·       Pertenecerse a sí mismo de una manera intransferible. El hombre libre posee dominio propio, es dueño de sí mismo. No está predestinado a hacer el bien, tiene que elegirlo, de otra manera no tendría libertad.

 

El ser humano tiene que vivir en continuo proceso de liberación, es decir, de humanización para que pueda lograr su meta: ser persona, ya que la libertad es una actitud moral de la persona y a la misma vez, es un bien para la sociedad. Nuestra libertad moral nos dice que si elegimos ser egoístas o deshonestos, podemos serlo, y Dios no lo evitará. Como tampoco nos obligará a hacer hombres virtuosos, si nosotros no lo elegimos. Digamos entonces que el hecho de ser humanos nos da libertad para herirnos unos a otros; podemos engañarnos y destruirnos, robarnos, y sí Dios lo impidiera, nos estaría quitando la libertad que nos ha dado. Si no lo creemos, tan solo recordemos los campos de concentración en la Alemania de Hitler y en las grandes masacres de indígenas en América. ¿Quién fue el responsable? Respondemos, el hombre, que en muchas ocasiones elige ser malo y se “convierte en lobo para sus hermanos” (Thomas Hobbs). ¿Dónde estaba Dios? ¿Al lado de quién estaba? ¿De las víctimas o de los asesinos? Harold Kushner y Dorothee Soelle afirman que estaba del lado de las víctimas, y no del lado de los asesinos, pero que Él no controlaba la elección del hombre entre el bien y el mal. (Cuando la gente buena sufre. Ed EMECE. Pág 113).

 

En cuanto persona, el hombre es un ser original, responsable, libre y capaz de amar. La libertad como toda otra virtud debe de ser amada en sí misma. Quien no ame la libertad no merece ser libre. Al mismo tiempo, quienes aman la libertad y entregan sus fuerzas y se gastan en conseguirla, han logrado alcanzar las metas más sublimes y ver los más hermosos frutos en sus vidas. Los seres humanos tienen la libertad para elegir la dirección que tomará su vida.

 

4.    El camino para hacerse libres

El camino es estrecho y lleno de obstáculos, pero también, lleno de experiencias liberadoras, gozosas, gloriosas y luminosas. Un estilo de vida que nos presenta el Evangelio: Vivir en la verdad, practicar la justicia, tener misericordia, abrir campos de acción para que otros desarrollen sus carismas; estar siempre en lucha contra toda forma de manipulación en la comunidad y tener la disponibilidad para soportar el precio por trabajar a favor de la emancipación humana. Trabajar en la humanización del hombre; en ayudarle a hacerse libre, es necesario, saber distinguir entre libertad y liberación.

 

Una cosa es la libertad y otra es la liberación. La libertad, lo hemos dicho es un don y conquista; la liberación en cambio, es un proceso realizable y posible, pues la “libertad es nuestra vocación”. La libertad que otorga Cristo es real y verdadera. “La verdad os hará libres” (Jn 8, 33). “Sí el Hijo nos hace libres, seremos, realmente libres” (Jn 8, 36). Ser libre es estar liberándose continuamente. Digamos con firmeza y gratitud que la libertad es el regalo que Dios nos ha hecho, cuando el hombre protege y cultiva este hermoso regalo se hace hijo de Dios.

 

Al hacernos libres, Dios se nos regala Él mismo, pues Dios es libertad. San Pablo nos dice que el Espíritu Santo es el Espíritu de la libertad (2Cor 3, 17). Jesucristo es el hombre totalmente libre: Libre para dar su vida… libre para entregarse; libre para amar a los suyos hasta el extremo (Jn 13, 1), libre para amar a sus enemigos y orar por ellos: “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). En el camino para hacernos libres

encontramos varios pasos:

 

1.     Escuchar la Palabra de verdad (Jn 17, 17). La Palabra es semilla de humildad y libertad, de santidad y de caridad. La escucha de la palabra nos engendra en la fe (Rm 10, 17), que es: confianza filial en el amor del Padre amoroso del Cielo. Fe que es obediencia y pertenencia al Señor que nos amó y se entregó por nosotros (Ef 5, 1; Gál 2, 19-20). Escuchar la Palabra es mucho más que oírla, es guardarla y ponerla en práctica. “Felices los que escuchan mi palabra y la guardan” “Felices los que escuchan mi palabra y la cumplen” (Lc 8, 21; 11, 27).

Dios nos llama a la conversión, no escucharlo es endurecerle el corazón, es darle la espalda y cerrarse a la acción del Espíritu. Cuando el Señor quiere liberar a una persona, se acerca a ella como Buen Pastor y el primer regalo que le hace es el don de su Palabra. Quien se abre a la acción de la Palabra recibe un segundo regalo: el amor y la misericordia, es decir, el perdón de sus pecados. Para luego recibir el tercer regalo: el conocimiento de Dios y la fidelidad al amor recibido (cfr Os 2, 21s).

 

2.     Reconocimiento y aceptación del vacío de libertad. Este reconocimiento es como la antesala del Encuentro con Jesús, Salvador del Hombre. Exige el dejarse encontrar por el amor del Buen Pastor que busca a las ovejas perdidas hasta encontrarlas (Lc 15, 4). Dejarse encontrar significa: reconocer que no somos felices, que nos hemos equivocado, que estamos necesitados de ayuda y que esa ayuda sólo puede venir de Dios.

Esto pide el reconocimiento de los defectos, debilidades y pecados personales. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos…” (1Jn 1, 8). El reconocimiento de los defectos personales requiere ya, de una porción de humildad, por eso sólo puede lograrse con la luz del Espíritu Santo que se nos ha dado, implícito en la Palabra de Dios que es escuchada con fe y esperanza.

 

3.     Buscar el Rostro de Cristo. Humilde y liberador en el encuentro con Él. Con un corazón contrito y abatido. Esto es arrepentirse. El arrepentimiento consiste en un cambio en la manera de pensar, de mirarse, de valorarse y aceptarse a sí mismo. Sólo en medida que tengamos la manera de pensar de Cristo Jesús (cfr Flp 2, 5), seremos capaces de entender el daño que nos ha ocasionado el pecado y el daño que hemos hecho a los demás. El arrepentimiento cuando es auténtico, se diferencia del remordimiento. La persona se abre al cambio, deja de culpar a otros para, que con los pies sobre la tierra experimente las dos dimensiones del arrepentimiento: el dolor por haber hecho daño a otros y el firme propósito de no volver hacerlo.

Un ejemplo de arrepentimiento lo encontramos en el “hijo pródigo”. Vuelve a los brazos del Padre con un deseo profundo de cambio y con un corazón abatido: “He pecado contra el cielo y contra Ti”. El Padre, no sólo, lo recibe, sino que va a su encuentro, y lo acoge incondicionalmente (Lc 15,11s).

 

4.     Romper  con el pecado. Despojarse del hombre viejo (Col 3, 5s), huir de la corrupción (1Pe 1, 4), huir de la fornicación (1Cor 6, 18). Romper con el pecado es liberarse del yugo de esclavitud, en situaciones de desgracia y de no salvación con la ayuda del Espíritu. Quien se convierte al Señor ha de abandonar los terrenos de la mentira, del fraude, de la explotación, de las supersticiones, de la lujuria, para que el pecado no reine en sus miembros mortales. Es un morir al pecado para poder vivir para Dios, buscando el perdón y la paz que sólo el Señor  puede darnos.

Para darle muerte al hombre viejo y al pecado que reina en sus miembros mortales, el cristiano, sabe que su pecho no es el lugar para guardar sus pecados, sino, Jesús que llama al pecador y lo atrae hacia el Él con cuerdas de ternura y con lazos de misericordia (Os 11, 5s). “Vengan a mí los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11, 28). Jesús invita al pecador a acercarse al Sacramento de la Reconciliación para un encuentro entre la miseria del que regresa y la misericordia del que lo acoge. Encuentro liberador, gozoso y glorioso. Jesús no sólo perdona al pecador a quien acoge con cariño y ternura por medio de la Iglesia, sino que también, lo reviste de fuerza y poder espiritual, para que pueda caminar en el poder de Dios, como hombre libre y reconciliado con Dios y con la Iglesia.

                      

5.     Oración y Alabanza. La alabanza es por excelencia el anti-pecado. Al inicio de su carta a los Romanos, San Pablo dice que hay un pecado madre, un pecado que es el fundamento de todos los pecados y se llama impiedad. Y este pecado consiste en conocer a Dios (por tanto, no es el pecado de los ateos), conocer que hay Dios, pero no darle gloria y no darle gracias como se le debe a Dios. Esto es el pecado-madre: la impiedad. No alabar, no agradecer a Dios, sino gloriarse en sí mismo (Cantalamessa).

 

Entonces, si el pecado-madre es la impiedad, es decir, el rechazo a glorificar y dar gracias a Dios, lo exactamente contrario al pecado no es la virtud, sino la alabanza. Lo repito: lo contrario del pecado no es la virtud, sino la alabanza de Dios. Concibiendo nuestra liberación del pecado como un éxodo pascual, hemos hecho una emigración personal o comunitaria de Egipto, tierra de esclavitud, hacia los terrenos de la Gracia, los terrenos de Dios. Ha sido una verdadera pascua, un verdadero paso de la muerte a la vida. Pascua que es fuente de gozo, de alegría, de paz, de amor, amistad y comunión. Pascua que transforma nuestra vida en fiesta, en gratitud, en alabanza de la gloria de Dios.

 

 

 

 

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