VENGO PARA QUE TENGAN VIDA Y LA TENGAN EN ABUNDANCIA.

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VENGO PARA QUE TENGAN VIDA Y LA TENGAN EN ABUNDANCIA.

Iluminación: “Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley,  para rescatar a los que se hallaban sometidos a ella y para que recibiéramos la condición de hijos.  Y, dado que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!  De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y, si eres hijo, también heredero por voluntad de Dios.” (Gál 4, 4- 7)

Introducción: Yahvé le dijo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto; he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos.  He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel” (Ex 3, 7).

Jesus de Nazaret ha nacido con la Misión de salvar a los hombres; “para sacarlos del pozo de la muerte, para llevarnos a la Casa del Padre y darnos Espíritu Santo” (cf Ez 37, 12) La profecía de Ezequiel hace referencia al Acontecimiento que ha dividido en dos la Historia de la Humanidad con el Nacimiento de Jesús de una virgen llamada María por la acción del Espíritu Santo (Lc 1, 26- 38) Jesús se ha unido a todos los hombres como Luz y como Verdad (cf Jn 1, 9. 14. 17) y con su Palabra sanadora nos dice: “vengo a sanar” “Vengo para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10, 10) “He venido al ver la aflicción de su pueblo; al escuchar el clamor y la opresión de los pobres. Jesús es el Buen Samaritano que se acerca, se inclina y levanta a una humanidad herida y enferma de muerte por el pecado para sanarla con el “Óleo de la Esperanza y con la unción del Consuelo” Jesús viene a llenar los corazones caóticos y vacíos de amor, de luz y de vida; viene a levantar a los caídos para ponerlos en camino de realización hacia la Plenitud de Dios. Viene a reconstruir las casas en ruinas mencionadas por Isaías: “Reconstruirás tus antiguas ruinas, cimientos hace tiempo abandonados; te llamarán reparador de brechas, repoblador de lugares arrasados.” (Is, 58,12)

¿De qué casas se habla? De personas heridas que teniendo ojos no ven, teniendo boca no hablan, teniendo oídos no oyen, teniendo pies no caminan, teniendo manos no trabajan. Somos nosotros cuando nos dejamos atrofiar por el pecado y desfiguramos el rostro de Dios en nuestras vidas. San Pablo nos recuerda en la Biblia que estamos llamados a reproducir la Imagen de Cristo en nosotros (cf Rm 18, 29) Jesús no solo es el Revelador del Padre (cf Jn 14, 7), es también el revelador del hombre, llamado a reproducir su Imagen para ser portadores cómo él, del amor, de la verdad y de la vida (Jn 14, 6) para irradiar la Gloria de Dios en el rostro de los hombres, para que así como la luz del Padre brilla en el rostro de Cristo, brille también la gloria de Cristo en el rostro de nosotros (cf 2 Cor 4, 6) Qué hermosas son las palabras que llenas de alivio y consuelo el Señor Jesús dice hoy a nuestros corazones: “Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Y todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos. Así es como actúa el Señor, que es Espíritu.” (2 Cor 3, 17- 18)

¿Qué hace el Señor para realizar en nosotros la Obra redentora de Cristo?

El regalo que Dios da a una persona, comunidad o familia que quiere sanar, les envía y comunica su Palabra, vehículo de la sanación y de la liberación. Su palabra es espíritu y vida (Jn 6, 68); es palabra de Verdad (cf Jn 17, 17); es palabra que limpia (cf Jn 15, 5); es palabra que libera y sana (cf Jn 8, 32) Palabra que nos convence que somos amados por Dios y a la vez pecadores, llamados al encuentro con Cristo. (cf Jn 16, 8) Un ejemplo lo encontramos en el profeta Oseas que nos propone el camino de la liberación: “Por eso voy a seducirla: voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón.” (Os 2, 16)

El segundo regalo de Dios para los enfermos por el pecado, es el perdón que limpia y lleva al nuevo Nacimiento: “Te haré mi esposa para siempre; te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en compasión;  te desposaré en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé.” (Os 2, 21- 22). Si hubo un primer regalo, la Palabra de Dios, hay también un segundo regalo, el perdón y la paz. Perdón que reconcilia con Dios, consigo mismo, con los demás y con la Creación. La reconciliación nos hace volver a Casa, nos integra en el abrazo de Dios para ser sus hijos, y ser padres, hermanos, esposos, amigos, capaces de amarnos con reciprocidad como un signo de sanación interior. Para el Señor curar o sanar es liberar, es reconciliar, es transformar y promover a aquellos que hoy pueden decir: “Dónde abundó el pecado, sobre abunda la gracia de Dios (Rom 5, 20) Nos libera de la esclavitud del Mal, de los apegos y de la esclavitud de la ley para que no seamos fariseos legalistas, rigoristas y perfeccionistas, sino, discípulos compasivos y misericordiosos. (cf Mt 5, 20). Con su Palabra siembra el reino de Dios en nuestro corazón nos libera de toda opresión para que crezca en nosotros la fe, la esperanza y la caridad, y con su muerte y resurrección perdona nuestros pecados y nos da su Espíritu Santo (Rm 4, 25; Rm 5,)5

¿De qué nos sana Jesús, el Señor?

Nos cura de las enfermedades del psiquismo: los miedos, los celos, las inseguridades, los odios, resentimientos, venganzas, complejos de culpa, vergüenza y de inferioridad, de los sentimientos y emociones desordenadas y deformadas… La frustración existencial que nace del Vacío y nos trae angustias, depresiones, agresividad, aislamiento y nos lleva a la pérdida de la vida.  Nos cura de las enfermedades del corazón: “Por tanto, dad muerte a todo lo terreno que haya en vosotros: fornicación, impureza, pasiones (pornografía), malos deseos y la codicia, que es una idolatría,  todo lo cual atrae la ira de Dios sobre los rebeldes. También vosotros practicasteis eso en otro tiempo, y vivisteis de ese modo. Mas ahora, desechad todo esto: cólera, ira, maldad, mentira, maledicencia y obscenidades; ni lo mencionéis siquiera,” (Col 3, 5- 9) “Rechazad, por tanto, malicias y engaños, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias” (1 Pe 2,1) “Ahora bien, las obras de la carne son bien conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes.” (Gál 5, 19- 21) Incluyamos los defectos de carácter o pecados capitales: La soberbia, la avaricia, la lujuria, la envidia, la ira, la gula, la pereza y la acedia que engendran enfermedades como el individualismo, el consumismo, el totalitarismo, el relativismo, en feminismo en las mujeres, y en los hombres el machismo.

Tanto las enfermedades del psiquismo como las del corazón están presentes en la “Lepra del pecado” que generan “enfermedades psicosomáticas” que sólo la gracia de Dios puede erradicar de raíz.  Digamos una palabra sobre las enfermedades del cuerpo. Nos enfermamos porque somos humanos de carne y sangre, enfermedades que tienen su origen en la falta de higiene, en la basura que tiramos sin medida, en la contaminación de ríos, lagos y mares por los desechos químicos, por la contaminación del aire por las empresas que contaminan la tierra, los sembrados, las plantas. No nos olvidemos de las adicciones al alcohol y de las drogas que son fuentes de enfermedades.

El enfermo y todo hombre debería ser protagonista de su salud y de la salud de otros. El médico recomienda a sus pacientes alimentación, ejercicio y medicamentos. Descuidamos los tres o alguno de ellos, dejamos el medicamento o seguimos comiendo alimentos que siguen haciendo daño o no seguimos las indicaciones del doctor, aunque oremos o pidamos a Dios por la salud, seguimos enfermos. ¿Por qué’? Porque Dios quiere que seamos protagonistas de nuestra propia salud. Pedimos a Dios, pero, seguimos pecando, en desobediencia a Dios y a sus leyes. Nuestra oración debe de ir acompañada con el arrepentimiento para huir del pecado y recibir el perdón de Dios (Eclo 38, 9- 10). La oración debe de ir acompañada de nuestra caridad; una oración sin amor está vacía, como la fe sin obras está vacía (cf Snt 2, 14; Gál 5, 6) Ser protagonistas significa hacerse responsables de la propia salud y de la salud de los otros. La experiencia personal me ha enseñado que mis enfermedades se han enraizado en mi organismo, por no hacer caso de las indicaciones de los médicos, por no guardar una dieta sana y por una vida sedentaria, sin ejercicio, sin motivos, sin entusiasmo sin sentido de la vida.

Un camino saludable implica la búsqueda de una salud integral y salvífica que lleve a la armonía de nuestras dimensiones: la corporal, la mental, la espiritual, la social y la histórica; para que seamos maduros, para tener una armonía interior, y exterior con el adentro y con el afuera, consigo mismo, con Dios y con los demás. Que tengamos momentos de descanso, de un buen sueño, una buena nutrición, unas relaciones armoniosas, evitar todo activismo y evitar los conflictos humanos que nos pueden llevar a la enfermedad y a la muerte. Poner nuestras inquietudes en las manos del Señor (cf Flp 4, 3- 6); no caer en el consumismo y el derroche para no gastar con dinero prestado, queriendo llenar los vacios del corazón con lujos o cosas innecesarias. Reconocer la importancia del cultivo de los valores, empezando con la amabilidad, la generosidad y la servicialidad. Fomentar la convivencia humana para cultivar el arte de vivir en comunión, vivir el arte de amar y el arte de servir con todos. Vivir en comunión con los demás, buscando integridad, reciprocidad e igualdad esencial entre todos, el camino que nos lleva a la salud integral, mediante la práctica del reconocimiento personal mutuo, de la aceptación personal mutua y al respeto incondicional mutuo, perdonándonos mutuamente y cargando con las debilidades de los demás (cf Rm 15, 19).

La práctica del “Mandamiento Regio (cf Jn 13, 34) es un camino de sanación y liberación que brota de la Comunión con Cristo para darle muerte al “hombre viejo” y poder llegar a ser un “regalo de Dios para los demás”. Es caminar con las lámparas encendidas y revestido con la túnica puesta, con los ojos fijos en Jesús (Heb 12, 2) y siguiendo las huellas del Maestro de Nazareth para crecer en su conocimiento mediante la práctica de los valores del Reino: el compartir, la dignidad humana, la solidaridad humana y el servicio con otros a favor de otros para ayudar a que alcancemos juntos la madurez humana, y vivir con dignidad como personas en camino  de Sanación. Sólo entonces podremos comprender que amar es darse, entregarse y darse a los demás para que se realicen como personas valiosas, importantes y dignas (cf Is 43, 1- 5). Amarse a sí mismos, es salir fuera, para ir al encuentro de una persona concreta para aceptarla, ayudarla y darle un lugar en nuestro corazón.

El Encuentro con Cristo en la fe, es liberador, gozoso y sanador: ”Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os proporcionaré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.” (Mt 11, 28) El encuentro con Cristo pide obediencia a su Palabra: escucharla y ponerla en práctica, para abrirle las puertas del corazón e invitarlo a entrar dentro para cenar con él y amarse mutuamente (cf Apoc 3, 20) La Obediencia de la fe, es sanadora cuando tenemos la triple disponibilidad de hacer la voluntad de Dios, la disponibilidad de salir fuera para encontrarnos con una persona concreta y cuando tenemos la disponibilidad de negarnos a nosotros mismos para hacer las dos anteriores, eso es morir al pecado (cf Lc 9, 23). Una fe es sanadora cuando se tiene la disponibilidad de servir a los demás aunque no te dejen. En el encuentro con Cristo él extiende su mano sobre nosotros, nos comparte su don y proclama su palabra sanadora y liberadora: “Quiero queda sano (Mc 2, 42) Su grito sanador siempre será; Effata” (Mc 7, 34), es decir, ábrete a la Palabra, a la oración, a la acción del Espíritu Santo que nos lleva a los terrenos de Dios: El Amor, la Verdad y la Justicia que nos lleva  a la Paz, a la Vida, a la Santidad.

Oremos: Padre, por tu Hijo danos Espíritu Santo, fuente de toda sanación y de toda liberación. Gracias, Señor porque siempre nos escuchas.

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