ORAR SIEMPRE Y SIN DESFALLECER.
El Honor, la Gloria, el Poder y la Victoria son de nuestro Dios.
Nosotros sólo somos siervos inútiles que combatimos las batallas del Señor, no
contra nuestros hermanos, por muy pecadores que sean, sino contra el mal,
contra el pecado y la muerte que ha dominado y encadenado a muchos corazones.
El Poder de la oración es inefable, pues por medio de ella nos presentamos ante
el trono de la Gracia no como esclavos, sino como hijos. Y Dios jamás dejará de
apiadarse del pobre y del humilde. Dios no quiere la muerte del pecador sino
que se convierta y viva. Pero no podemos apropiarnos de la Victoria de Cristo
como algo realizado por nosotros, con nuestras únicas fuerzas personales. Nosotros
no vivimos ni siquiera la batalla, ni se ensangrentaron nuestras manos, sin
embargo la Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte es nuestra Victoria.
A nosotros corresponde vivir vigilantes para que no llegue el ladrón y se
apropie de lo que no le corresponde y nos deje con las manos vacías. Si
queremos permanecer fieles al Señor acudamos a Él con una oración humilde, agradecida,
sencilla y confiada para que Él se convierta en nuestra fortaleza y salvación.
«Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo". No juzguéis y no seréis juzgados; no
condenéis y no seréis condenados; perdonad y
seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida
buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el
halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos
con la medida con que midáis.» (lC 6, 36- 38)
Vivamos en plena comunión con Cristo y con el prójimo, jamás condenando a los
demás a causa de sus pecados, sino trabajando para que a todos llegue el perdón
y el amor de Dios hasta que todos lleguemos a disfrutar de la Salvación eterna.
“Vigilen y oren” (Mt 26,
41) No dejemos de orar; pues de la oración brota para nosotros la fuerza que
nos viene de Dios, tanto para que le seamos fieles, como para que la fuerza del
mal pierda su fuerza sobre nosotros. La oración no nos desliga de nuestra
realidad, antes bien nos compromete a darle un nuevo rumbo a nuestra historia, pues
tomamos conciencia de que somos hijos de Dios, y que no hemos recibido en vano
el Espíritu Santo. Dios siempre vela y velará por nosotros, sus hijos que
caminan hacia Él en medio de tribulaciones y persecuciones. Pero no temamos,
antes bien cobremos ánimo, pues el Señor ha vencido al mundo; y nosotros,
unidos a Él, participamos de esa victoria. Que la oración que le dirigimos al
Señor nos alcance de Él su auxilio para que le seamos siempre fieles. Unidos a
Cristo, salvados por Él del pecado y de la muerte, pongámonos al servicio de
nuestro prójimo para que, desde nosotros, el Señor les siga dando grandes
muestras de su amor a todos aquellos que se ven sometidos a la maldad, a la
injusticia, al hambre, a la pobreza y a la desesperanza.
2Tim. 3, 14-4, 2. La madre, la abuela y Pablo, han instruido en
la Escritura a Timoteo no sólo para que conozca la Palabra de Dios, sino para
que la viva, pues de nada aprovecha la letra que se queda muerta en la pura
inteligencia. Si lo que Dios nos ha revelado de Sí mismo nos va a aprovechar
para nuestra salvación será en la medida en que no sólo la confesemos con los
labios, sino que vaya tomando carne en nosotros. Desde esa experiencia personal
de la salvación de Dios podremos anunciarla a los demás a tiempo y destiempo,
pues no podemos guardarnos de un modo personalista la salvación que Dios nos
ofrece como se la ofrece al mundo entero. El Señor nos ha llamado junto a Sí
mismo para que estemos con Él, para instruirnos y para enviarnos como testigos
de su Evangelio, de tal forma que colaboremos intensamente para que su Palabra
se haga vida en la humanidad entera. Pidámosle al Señor que nos ayude a dar
testimonio de nuestra fe con nuestras palabras, nuestras obras, nuestras
actitudes y con nuestra vida misma. Que siempre estemos dispuestos a dar razón
de nuestra esperanza.
Lc. 18, 1-8. Nuestra esperanza, nuestra gloria y nuestra
salvación están escondidas con Cristo en Dios. Nuestra preocupación no puede
centrarse en el cuándo será el fin de este mundo que pasa, sino en vivir con
lealtad, ya desde ahora, nuestra unión con Dios, por medio de Cristo Jesús.
Pero no podemos hacer de esa unión una hipocresía, ni pensar que son nuestras
buenas obras las que nos justifican en su presencia, pues ¿quién de nosotros
puede decir que no tiene pecado? ¿quién de nosotros dejará de darse golpes de
pecho y pedirle a Dios que tenga compasión de él? Por eso nos acercamos al
trono de la Gracia con un corazón arrepentido para pedirle al Señor que tenga
compasión de nosotros, pues el mal muchas veces nos ha encadenado y ha causado
grandes destrozos en nosotros, en nuestra familia y en nuestra sociedad. No
podemos llegar a ser buenos únicamente por nuestra buena voluntad. Necesitamos
la gracia de Dios para darle un nuevo rumbo a nuestra vida y a nuestra
historia. Por eso acudimos al Señor con una oración constante para pedirle que
nos ayude a ser rectos y que nos conceda su Espíritu Santo para que, no
nosotros, sino la Gracia de Dios con nosotros, nos impulse, nos guíe, nos ayude
a ser mejores cada día, no sólo de un modo personal sino como comunidad de fe,
que se convierte en luz para todas las naciones. Vivamos con la máxima
fidelidad la fe que hemos depositado en Cristo para alabar a Dios en la
asamblea litúrgica, pero también en nuestra vida diaria mediante nuestras
buenas obras.
El
cristiano, consciente de la compañía de Dios aún en medio de sus muchas
debilidades, y hasta pecados, en su camino hacia la justicia y la fraternidad,
no debe desfallecer, sino insistir en la oración, pidiendo fuerza para
perseverar hasta implantar su reinado de amor, paz y gozo en un mundo donde
dominan otros señores. Sólo la oración lo mantendrá en esperanza.
Hasta
tanto se implante ese reinado divino, la situación del cristiano en este mundo
se parecerá a la descrita por Pablo en la carta a los Corintios: “Nos aprietan
por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados;
acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; pasamos
continuamente en nuestro cuerpo el suplicio de Jesús, para que también la vida
de Jesús se transparente en nuestro cuerpo; es decir, que a nosotros, que
tenemos la vida, continuamente nos entregan a la muerte por causa de Jesús…” (2
Cor 4,8-10).
No
andamos dejados de la mano de Dios. Por la oración sabemos que Dios está con
nosotros. Y esto nos debe bastar para seguir insistiendo sin desfallecer. Lo
importante es la constancia, la tenacidad. Moisés tuvo esa experiencia.
Mientras oraba, con las manos elevadas en lo alto del monte, Josué ganaba en la
batalla; cuando las bajaba, esto es, cuando dejaba de orar, los amalecitas, sus
adversarios, vencían. Los compañeros de Moisés, conscientes de la eficacia de
la oración, le ayudaron a no desfallecer, sosteniéndole los brazos para que no
dejase de orar. Y así estuvo –con los brazos alzados, esto es, orando
insistentemente-, hasta que Josué venció a los amalecitas. De modo ingenuo se
resalta en este texto la importancia de permanecer en oración, de insistir ante
Dios.
Qué nuestra oración
este acompañada por actitudes de
humildad y de solidaridad que nos lleven a dar gloria y honor a Dios y amor y
servicio al prójimo. Recordemos a Santiago decirnos: “La oración del justo es
poderosa” (Snt 5, 16) Así comprendemos la oración del publicano alcanzó para él
la justificación de sus pecados y el don del Espíritu Santo.
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