6. PICOS Y VALLES EN LA VIDA ESPIRITUAL

 6. Picos y valles en la vida espiritual

Objetivo: Mostrar las exigencias de renunciar a todo lo que no ayuda a que el reino de Dios crezca en nuestros corazones,  para poder realizar lo que estamos llamados a ser: servidores de los demás.

Iluminación: “Permanezcan en mi amor; como yo permanezco en el amor de mi Padre. Si ustedes guardan mis mandamientos permanecen en mi amor, como yo guardo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15, 9).

La coherencia en la fe necesita también una sólida formación doctrinal y espiritual, contribuyendo así a la construcción de una sociedad más justa, más humana y cristiana (Benedicto XVI. Discurso, 12 de mayo del 2007)
1.      La experiencia de Dios.

La experiencia de Dios no es cosa del pasado, es para vivirse día a día. El camino estrecho está lleno de exigencias, de experiencias, veces dolorosas, otras veces liberadoras, unas veces gozosas y otras gloriosas. Al principio es una verdadera luna de miel con el Señor. Dichosa la suerte de los principiantes (Pablo Coello); con sólo pensar en Dios y desear algo, el Señor le responde diciéndole: “Me llamaste, aquí estoy. ¿Qué necesitas de mí?” A la misma vez, Dios le sugiere o propone algo y con alegría hace lo que se le pide; la razón es que ha probado lo bueno que es el Señor. Llega el día del compromiso, de la “opción radical por Cristo y se responde con generosidad. Guardar los Mandamientos no es una carga, es una fiesta.

Después viene la etapa del desierto, las noches frías y áridas; Dios parece que fuera un espejismo (Jeremías). Lo que realmente pasa es que ha llegado el tiempo de la madurez espiritual, del crecimiento en el conocimiento de Dios, mediante la práctica de las virtudes; para lo que se requiere el cultivo de una voluntad, firme férrea y fuerte para amar a Dios por lo que Él es, y no por lo que Él da. Al final del desierto la victoria es de Dios. El desierto es una etapa de preparación para realizar una misión. El Señor nos saca del ruido y del bullicio para estar a solas con su elegido y enseñarlo a escuchar su voz, a tomar decisiones como respuesta al amor recibido. Al final del desierto se toma la firme determinación, de manera libre y consciente, de quedarse por amor en “Casa” para servir al que primero lo amó. Siguen los años de apostolado, de misión, de entrega hasta el sacrificio y la renuncia. Días, meses y años de acciones heroicas, todo por amor a Cristo y a su Iglesia.

Pero, un día, puede llegar el cansancio, el activismo y con él, el vacío: se baja el nivel de oxigeno del corazón y aquellos demonios que habían sido expulsados o atados, vuelven aparecer y ahora con más fuerza y furia que antes (el miedo, el odio, los complejos, etc). Se buscan compensaciones y auto justificaciones, la verdad, se está perdiendo altura: ha comenzado el descenso, hay pérdida de convicciones, aparecen las debilidades en la carne que humillan. Lo que realmente está sucediendo es que se ha abandonado la vida de oración y de intimidad con el Señor por hacer cosas que llevan a la pérdida de identidad, para entrar, nuevamente en los terrenos de la mentira y del demonio de la confusión que hace perder claridad y va desapareciendo el celo apostólico, a la misma vez que va desapareciendo la alegría por el llamado al servicio, las cosas se hacen por obligación, por que toca, vuelve el mal genio y la agresividad con la vuelta de los deseos carnales. Todo esto desemboca en un servicio al Señor, no en Espíritu, sino en la “carne”. La carne es un modo de ser y de actuar que no es agradable a Dios (Rm 8, 1-9).

La carne es un modo de vivir siendo conducidos por cualquier espíritu que no sea el espíritu de Cristo, es por eso, vida mundana y pagana; vida de pecado que lleva a dar culto a los ídolos del tener, del placer o del poder. Ídolo es todo aquello que se pone en el corazón en lugar de Cristo. Es una realidad, cuando amamos al dinero, a los lujos, a las cuentas bancarias, a las faldas o a lo que hay debajo de las faldas, con palabras de san Agustín,  amamos a la criatura más que al Señor. Cuando nos amamos a nosotros mismos hasta llegar al desprecio a Dios y a los demás es una verdadera inversión de valores, es idolatría.

El amor a Cristo pide amor a los pobres, amor a la Iglesia, amor al servicio… El testimonio de Jeremías ilumina la realidad que todo servidor de Cristo puede llegar a vivir: “Si te vuelves a mí, porque yo te haga volver, volverás a ser mi boca. Si separas la escoria del metal precioso, volverá a ser mi siervo”. (Jer 15, 19) ¿Será que Jeremías se hundió en el lodo? (Jer 38, 6) ¿Viviría alguna experiencia de pecado?.

Creo, la experiencia me lo ha enseñado, que el camino de la perfección cristiana no sube en forma recta, perfecta y siempre continúa, no sé porqué razones, el proceso, veces, es animado por una “fuerza impulsora” que luego se debilita para comenzar una experiencia de hundimiento, de decadencia. Lo que se había conseguido con muchos esfuerzos fácil y rápidamente se pierde. Es necesario que una fuerza nos detenga, nos ayude hacer un alto y sacarle una enseñanza a la caída, para comenzar con las nuevas energías que da una “fuerza renovadora” volver a retomar el camino, y ascender nuevamente la “Montaña” de la perfección. Lo creo, porque lo he vivido, que la decadencia espiritual no es gratuita, me descuidé y resbalé… pero toda experiencia de decadencia me ha dejado una enseñanza… soy débil, más aún, sigo siendo pecador; reconozco que no he cultivado una voluntad firme, fuerte y férrea para el amor, para la verdad, para la justicia… soy débil, soy caña… he recurrido a las máscaras, a las apariencias… he vivido en la mentira; me gusta que me alaben, pero me duele que me critiquen. Reconozco que estas experiencias negativas me han llevado a la pérdida de “identidad sacerdotal y cristiana”. Confieso que no había entendido las palabras de Juan el Bautista: “Es necesario que yo disminuya y que él crezca” (Jn 3, 30)

Querer crecer en importancia, en sabiduría para tener éxitos y recibir aplausos en la vida, hacen desaparecer a Cristo, para dar lugar nuevamente al reinado del hombre viejo. Una señal clara de esto es cuando nos preocupa el que dirá la gente, en vez del que dirá Cristo de nosotros. Experiencia liberadora y gozosa, ésta del crecimiento en Cristo, pero que sólo pueden vivirla aquellos que “Están en comunión con el Señor y permanecen en su amor” (Jn 15, 1- 8) Siendo dóciles al Espíritu Santo que lleva a los hijos de Dios a estar crucificados con Cristo (Gál 5, 24) y  poder ser sus siervos; a éstos los llama amigos (Jn 15, 15). Amigos que deben rechazar toda mentira (Ef 4, 25); “Como también deben rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias” (1 Cor 6, 18; 1 Pe 2,1; 2 Pe 1, 4b; 2Tim 2, 22).

Para poder dar frutos de vida eterna he de tener siempre presente las palabras de Jesús, el Señor: “Permanezcan en mi amor; como yo permanezco en el amor de mi Padre. Si ustedes guardan mis mandamientos permanecen en mi amor, como yo guardo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15, 9). La clave de la fidelidad al amor de Cristo, no es otra, que la docilidad al Espíritu de Verdad que habita por la fe en nuestros corazones. (cfr Ef 3, 17)

2.      Huye de la corrupción.

El Apóstol Pedro el día de pentecostés exhorta a más tres mil judíos que lo escuchaban a ponerse a salvo huyendo de la corrupción: “pónganse a salvo, apártense de esta generación malvada” (Hech 2, 40). En su segunda carta, treinta años más tarde nos dice: “huyan de la corrupción para que puedan participar de la naturaleza divina” (2Pe 1, 4). Huir significa apartarse, poner distancia y terreno de por medio. Huir también significa abandonar un determinado estilo de vida, con sus costumbres, tradiciones, acciones y actitudes. Huir significa despojarse; quitarse el traje de tinieblas y echar fuera la vieja levadura a la que Pablo llama en la carta a los Gálatas “obras de la carne”: fornificación, adulterio, indecencia, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, envidia, cólera, ambición, discordias, sectarismos, celos, borracheras, comilonas y cosas semejantes” (Gál 5, 19s)
La razón es que Pablo está de acuerdo con la que nos había presentado el Apóstol Pedro: “Huyan de la corrupción, para que puedan participar del Reino de Dios” (de la naturaleza divina) (Gál 5, 21; 2 Pe 1, 4). A la comunidad de Corinto, el mismo Apóstol Pablo les recomienda: “Huyan de la fornificación” (1 Cor 1, 18) Es una referencia del Apóstol a todos los pecados implícitos en la inmoralidad sexual, tal extendida en el puerto de Corinto.

Huir de la corrupción es una exhortación a los nuevos creyentes a dejar de vivir en el mundo del paganismo. Se han de abandonar las obras muertas de la idolatría para pasarse al reino de la Gracia (Col 1, 13). El reinado de los ídolos debe llegar a su fin, y con ello, terminar con la opresión, las injusticias, la explotación, la mentira, la falsedad, el culto a los ídolos del poder, del placer y del tener. Huir de la corrupción es morir al pecado para poder vivir para la justicia (1 Pe 2, 24).

3.      El deseo de pertenecer a Cristo.

Huir es por lo tanto despojarse del traje de tinieblas para poder revestirse con el traje de la nueva Vida (Rm 13, 12) que se nos ha dado en el Bautismo como semilla, pero que ahora hemos de cultivar hasta llevarla a su madurez. El deseo de Dios, muchas veces es ahogado por la vida mundana y pagana. Es deseo de conocerlo, amarlo y servirlo. La exhortación del Apóstol está acompañada de una hermosa razón que deberíamos de llevarla impresa en un lugar visible de nuestro cuerpo para tenerla siempre presente: “De modo que no se pertenecen a sí mismos, sino que han sido comprados a un gran precio” (1Cor 6, 19- 21) el Apóstol Pedro nos ha dicho “que no fuimos comprados con oro ni plata, sino con la Sangre de Cristo, cordero sin mancha y sin defecto” (1 Pe 1, 19).

4.      ¿Basta con abandonar las obras muertas del pecado?

¿”Basta con decir: yo no peco? ”. “Yo no hago mal a nadie”. Jamás… nunca. De nada sirve decir que no se peca o que no se le hace mal a nadie, si tampoco, le hacemos bien a alguien. Se abandona y se huye de la corrupción para practicar la justicia y proceder honradamente, realizando las obras de misericordia, los frutos de la fe o lo que Pedro llama las “buenas obras” (1 Pe 2, 12). La carta de Pablo a los Gálatas nos presenta algunos de los frutos del Espíritu que deben estar presentes en nuestra vida para que no sea estéril e infecunda: “el amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio propio” (Gál 5, 22); en la carta a los Efesios enumera otros más: “la bondad, la verdad y la justicia” (Ef 5, 9). No son los únicos, existen muchísimos más, pero, lo que importa es saber que no basta con ser creyentes, hay que ser practicantes del bien para que la vida del hombre esté orientada hacia los terrenos de Dios, con una inteligencia iluminada por la verdad, una voluntad fortalecida por la práctica de la justicia y por un corazón purificado por el fuego del amor. Los terrenos de Dios son el amor, la verdad, la libertad, la justicia, la responsabilidad, la solidaridad, la misericordia, etc.

Sólo mediante la práctica de éstas y otras virtudes o valores del Reino, podrá realmente el creyente decir o afirmar que su fe es auténtica y verdadera. Lo anterior exige que hombres y mujeres seamos enseñados a vivir el Evangelio de la Verdad para que podamos desplegar todas nuestras potencialidades, viviendo como seres en proyección y sirviendo en la construcción de la tan ansiada “Civilización del Amor” que debe estar al servicio de la “Comunidad fraterna y solidaria”, conocida también como la “Comunidad Cristiana”.

Reflexión por grupos.
Plenario para compartir experiencias.

Oración individual y comunitaria.

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