CONVIÉRTANSE Y CREAN EN EL EVANGELIO” ES EL LLAMADO DE JESÚS A LOS HOMBRES.

 

 

“CONVIÉRTANSE Y CREAN EN EL EVANGELIO”

 

Creer y convertirse. El llamado de Jesús a los hombres.

La conversión para Jesús no es algo triste y doloroso para vivir quejándonos o suspirando por las cebollas de Egipto, con la mano puesta en el arado y la mirada hacia atrás. Eso no es la conversión. No es cambiar de costal, es decir, no es dejar de hacer algo malo porque nos conviene o por agradarle a la gente. Eso no capacita para el Reino de Dios. El anuncio gozoso de la Buena Nueva, proclamado por Jesús, es como el preludio de toda conversión cristiana: Para entrar al Reino de Dios exige “creer y convertirse” (cf Mc 1, 15). 

La conversión predicada por Jesús es Buena Nueva, es anuncio gozoso y liberador. A quien lo escucha y le cree, Jesús pone en su corazón la “Esperanza” liberadora que realiza la conversión de mente vida y corazón. Nosotros creemos que Jesús ha venido a traernos a Dios: “Vengo para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). La “Esperanza” que Jesús pone en nuestros corazones es Dios mismo que ha venido a iniciar en nosotros un proceso; el proceso de nuestra conversión que tiene como meta la “La vida íntima con Dios en Cristo Jesús, por la acción del Espíritu Santo”. El que responde al llamado y a la acción de Dios se convierte en “Testigo de la esperanza”.

El contenido fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de San Juan Bautista; <<Convertíos>>. No se puede llegar a Jesús sin el Bautista; no es posible llegar a Jesús sin responder a la llamada del Precursor, es decir, sin convertirse a Cristo. No obstante, Jesús asumió el mensaje de Juan en la síntesis de su propia predicación: “Convertíos y creed en el Evangelio para que entréis en el Reino de Dios” (Mc 1, 15). 

Para Él, la conversión, no es volver atrás, a la Antigua Alianza, sino, entrar en la Nueva Alianza, en la época de la Gracia, en la cual la salvación no se debe a las obras, sino a la bondad de Dios manifestada en Cristo Jesús, Salvador y Liberador del Hombre. 

Qué es entonces la conversión para el Señor Jesús? 

La conversión es Ir a Jesús. “Vengan a mí los que estáis cansados y agobiados, tráiganme su carga” (Mt 11, 28). Lo primero es ir al encuentro de Jesús. No es que seamos nosotros los que vamos a Jesús, es él, quien nos busca como Buen Pastor (Lc 15, 4); se nos acerca para indicarnos que andamos equivocados e invitarnos a volver a la Casa del Padre. El punto de partida de la conversión es la iniciativa de Dios que nos amó primero (1 Jn 4, 10) A nosotros nos toca dejarnos encontrar y aceptar el Camino que Él nos propone: El camino de la conversión que nos lleva al Amor. El encuentro con Cristo es liberador y gozoso. Nos libera de la carga del pecado y nos da su gracia, su amor, su paz, su gozo. Hace de nuestro corazón un manantial de “aguas vivas”. Por el pecado habíamos abandonado la Fuente de aguas vivas, ahora estamos de regreso, hemos vuelto al Señor, el Agua viva de nuestra Salvación” (Jer 2, 13). Para el Señor Jesús la conversión es cambiar el yugo de la esclavitud del pecado por el yugo del amor y caminar con Él; es por lo tanto cambiar de Padre, de Dueño, de Reino y de Patria (Jn 8, 36ss)

 

La conversión es un Nuevo nacimiento.

Volver a nacer. “En verdad, en verdad os digo, el que no nazca del agua y del Espíritu no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 5). No basta tener ciertas devociones o algunas prácticas religiosas. No se puede depositar “el vino nuevo en odres viejos”, “a vino nuevo odres nuevos” (cf Mc 2, 22). No basta con ponerle un parche a nuestra vida o ponernos mascarillas para vernos bien ante los demás. Nos convertiríamos en simples “fachadas”. El oráculo divino dice: “Hay que nacer de nuevo”. Nacer de Dios, nacer de lo Alto (Jn 1, 11ss) ¿Cómo podrá ser esto? Escuchando la Buena Nueva para creer en Jesús y aceptarlo a Jesús como nuestro Salvador, Maestro y Señor de nuestras vidas. Para nacer de Dios San Pablo nos invita a entrar en la “Muerte y Resurrección de Cristo”, para nacer de nuevo y vivir una vida digna de Dios en Cristo Jesús (Rom 6, 10-11). Muriendo al pecado y resucitando con Jesús, para apropiarse de los frutos de la Redención de Cristo: el perdón y la paz, la resurrección y el don del Espíritu. Toda nuestra vida debe de ser un continuo parto. Estar naciendo de Dios nos pide una vida orientada hacia Él. 

La conversión es hacerse como Niños.

“Yo os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 2). En verdad, puro está el niño de envidia, de odio o de ambición por los primeros lugares. El niño posee la mayor de las virtudes: la humildad unida a la sencillez y la transparencia. Aprender de Jesús que es Manso y Humilde de corazón (Mt 11, 29), es tarea para toda la vida. Si nos faltan estas virtudes nuestra salvación anda coja también en lo más importante.

 

Jesús les dijo: «Dejad a los niños y no les impidáis que vengan a mí, porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos (Mt. 19, 14). Hacerse como niños para el Señor Jesús es aceptar la salvación y el reino como don, como regalo, y nunca como algo merecido o como algo que se puede comprar y vender. Hacerse niño como Él, para luego hacerse servidor de los hermanos, discípulo misionero del Señor.

La conversión es dar la media vuelta para volver a la Casa del Padre.  

El hijo pródigo salió de la Casa del Padre para irse a un país lejano donde derrochó los bienes de fortuna viviendo como un libertino (cf Lc 15, 11ss). La conversión es darse media vuelta para volver a la Fuente del Amor, a Cristo, a la Casa del Padre. Volver dejando atrás el terreno de los ídolos y rompiendo con situaciones de injusticia, de fraude, de mentira, de no salvación; situaciones que no son queridas por Dios. Con la media vuelta comienza el acercamiento a Dios. El camino de regreso no es fácil porque tenemos mentalidad de esclavos: “Trátame como uno de tus sirvientes” (Lc 15, 19), y además tenemos mentalidad servil: “Soy un caso echado a perder, ya no tengo remedio, nada se puede hacer”. “No soy digno del perdón de Dios”, etc. 

El camino de regreso a casa no es fácil, pero está lleno de experiencias de luz, de verdad que hacen tomar conciencia de pecado, de necesidad de Dios, de vacío. La mano amorosa de Aquel que nos hace regresar pone a nuestro paso personas incondicionales que nos van indicando por donde es que tenemos que ir, que es lo que no debemos hacer y que si es lo que hemos de hacer: seguir caminando, la fiesta está cerca.

La conversión es actuar con misericordia.  

“En verdad os digo, si vuestra justicia no supera la justicia de los fariseos no entraréis al Reino de los Cielos” (Mt 5, 20). La conversión es al amor y a la misericordia o no es conversión: “Misericordia quiero y no sacrificios” nos recuerda el Señor. La misericordia es amar con el corazón la miseria del otro, del pobre, del pecador, del próximo, excluyendo de nuestra vida los sentimientos de grandeza, los juicios despectivos, las actitudes de envidia, de egoísmo y de todo sentimiento de mezquindad. “Sólo los limpios de corazón pueden llegar a ser misericordiosos” (cf Mt 5, 7-8), razón por la cual, hemos de pensar que nuestra conversión, para que sea cristiana,  ha de ser radical, profunda y total, hasta llegar a cambiar de vestido, quitándose el traje de tinieblas para revestirse con la vestidura de la salvación (Rm 13, 11ss)

La conversión según Jesús, a la luz de la parábola del Sembrador, puede ser vista como el barbechar del corazón que nos pide el profeta Jeremías para arrancar la maleza: “Cultivad el barbecho y no sembréis entre cardos. Circuncidaos para Yahveh y quitad el prepucio de vuestro corazón” (Jer 4, 3-4). Cultivar el corazón exige arrancar los espinos, la mala cizaña y derrumbar las murallas que hemos levantado en nuestro interior impidiendo el sano acercamiento con Dios y con los demás. Convertirse es sacar fuera la vieja levadura de las pasiones que gobiernan nuestro corazón para dejar lugar a la nueva levadura de verdad, justicia, libertad y amor como las nuevas bases que hacen presente el Reino de Dios en nuestra vida.

¿De qué nos hemos de convertir?

La pregunta podría ser: ¿Qué es lo que hemos de erradicar de nuestro corazón? Todo aquello que impide que el Reino de Dios crezca en nosotros: la autosuficiencia, la manipulación, la mediocridad, la tibieza, la superficialidad, la vida mundana, tan llena de ídolos, los vicios, de la vida según la carne, de las supersticiones, del espíritu del servilismo y de toda miseria humana. (Ver los 7 pecados capitales).

 

La conversión cristiana implica pasarse del fariseísmo a Jesús; de las obras muertas de la carne a Cristo, fuente de vida nueva; convertirse del reinado de los ídolos al reinado de Jesús; salir de las tinieblas para ir a la luz; pasar de la esclavitud a la libertad; salir de la muerte para entrar en la vida; cambiar del padre de toda  mentira para ser hijos del Dios vivo y verdadero. El corazón humano cuando se encuentra bajo la esclavitud del pecado, es el “Odre viejo”, que para recibir el “Vino Nuevo”, hay que vaciarlo de la vieja levadura del espíritu de corrupción y de toda aquella negatividad, que impide que el hombre sea lo que debe ser. Vaciar el “viejo odre” para lavarlo con el “agua y la sangre” que brotan  del costado de Cristo para luego enjuagarlo en la Misericordia que es derramada en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos es dado (Rom 5, 5). 

¿Para qué nos hemos de convertir?

El Espíritu Santo saca de nuestros corazones la mentira y nos lleva a vivir en la verdad, nos hace libres y llena nuestros corazones de la “vida nueva” para que amemos y para que sirvamos al Señor Nuestro Dios como hombres y mujeres de verdad (cf 1Tes 1, 9). Convertirse para salir del conformismo y dejar de ser copia de los demás y títeres de otros. Nuestra conversión no será cristiana si no nos vaciamos de nosotros mismos para llenarnos de Cristo. Para orientar nuestra vida hacia Dios; hacia el bien; hacia el servicio a los demás como servidores de la vida, del amor, de la verdad. Convertirse para tener la manera de pensar, de mirar de Cristo; poseer sus virtudes y no engreírse por ellas; tener su manera de amar y servir, sin buscar el propio interés, sino la gloria de Dios y el bien de los demás. Reconocemos que la conversión cristiana es un verdadero camino de sanación interior: de miedos, inseguridades, complejos y de alteraciones de la mente.

¿Qué exige la conversión?

Ciertamente la conversión es ante todo un proceso de personalización y de humanización: yo renuncio a vivir como todos para tomar decisiones propias. Ya no me siento justificado por el hecho de que todos hacen lo mismo que yo. En otras palabras busco otro estilo de vida, una vida nueva. La conversión cuando es verdadera humaniza y personaliza: nos hace personas. Cuando la fe no se hace cultura, se asfixia y se muere, es estéril y vacía. Por eso tengamos presente que la conversión cristiana es una socialización nueva y profunda; se pasa del yo al nosotros, del mío al nuestro; del individualismo a la Comunidad Fraterna. No hay duda, la conversión de cualquier hombre hace bien a todos. Cuando el corazón del hombre cambia, cambian también las estructuras: la familia, la educación, la política, la religión, etc. La conversión a Jesucristo exige el cambio radical de la mente y del corazón para ser discípulos y misioneros de Cristo; para que el mundo tenga vida en Él. Hoy podemos ver la conversión como “llamada y como respuesta”: “Levántate y sígueme” (Mc 2, 14) “Vayamos al encuentro de Dios y de los demás”.

¿Adónde vamos? Jesús siempre nos conducirá a la intimidad con Dios y al encuentro con los hermanos. Sólo se convierte el hombre quien vive de encuentros interpersonales, con Dios y con los demás… por eso la conversión es al amor, o no es conversión. Es don y es respuesta.

 

CONVIÉRTEME SEÑOR, Y ME CONVERTIRÉ

 

 

 

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